Amantes de las bajas pasiones cinematográficas…

Clásicos Modernos

La locura por el melodrama: La criada, de Kim Ki-Young

Kim Ki-Young – La Criada (1960)

Al sumergirse en la bóveda inmensa de la historia del cine, suelen descubrirse obritas maestras con acentos propios, temas y estilos únicos que solo un gusto particular puede identificar y rescatar. Sobre todo cuando se trata de esas películas producidas en cinematografías olvidadas o lejanas como es la surcoreana. Al menos Corea ha tenido la suerte de que un (relativamente) reciente interés en ella ha permitido rescatar de la oscuridad piezas tan originales como La criada (1960). Ahora, es un placer imaginarse cuánto más habrá así, esperando ser descubierto, en algún archivo de Egipto o la India.

A primera vista, Hanyo, dirigida por Kim Ki-Young, es un simple melodrama, y uno bastante ridículo. Conjura todos los clichés que forman la base de alguna telenovela y los une en una trama simplona y dura como un martillazo. No es que haya algo de malo en ello. De hecho, logra todo lo contrario al regocijarse en su locura, una manía atrapante que únicamente el cinismo más seco podría dejar de apreciar.

La criada del título es contratada por una pareja con aspiraciones de clase media para aliviar las responsabilidades de la esposa. Esta mujer, fina y educada, pasa el día entero cosiendo para pagar pequeños lujos de aquel entonces como un televisor.

La contratación de la criada dispara una serie de eventos que van tensando las relaciones entre el esposa, su mujer, su hijo y por supuesto, la joven en apariencia inocente que resulta ser letal para el marido. Ésta empieza a tejer planes violentos y manipulaciones para que el maestro de música caiga sin remedio en su juego de seducción. Claro está, tampoco es que él se resista con mucha fuerza.

Este melodrama degenera en un delicioso thriller erótico de la mejor factura. En el centro de su trama yace una discreta crítica a las rápidas transformaciones en la estructura social coreana debidas a su industrialización en la época en que fue hecha; en el remake estrenado en Cannes este año, dirigido por Im Sang-Soo, se concentró en el conflicto de clases a partir de la trama original, lo que refleja en cierto grado los cambios profundos en una sociedad usualmente tan conservadora y rígida como la coreana.

A pesar de lo escandaloso de la película, es imposible perder de vista sus mejores cualidades, en cuenta su excelente realización. Kim Ki-Young maneja un espacio bastante reducido de locaciones, todas en interiores, que no permitirían muchos juegos de cámaras a un director menos experto. Pero acá la cámara disecciona, como el guión, a sus personajes, atraviesa habitaciones, fluye a través de los corredores y escaleras persiguiendo, siempre observando como un censor indetenible.

Alguna que otra reminiscencia de Hitchcock salta a la memoria, pero también de un Buñuel menos soñador. La restauración encomendada por Martin Scorsese permite apreciar la calidad de la fotografía, las riquísimas texturas y tonalidades de la decoración sobrecargada y los espacios domésticos cuidadosamente arreglados.

Más aún, las actuaciones, para nada realistas pero siempre excelentes, soplan vida a personajes esquemáticos y los hacen personas vivas y repletas de pasiones y ansias. La tensión sexual se siente. El odio se siente. En una excelente escena en que la criada seduce al marido y lo amenaza, mientras la cámara los sigue desde afuera (junto con alguien más), la criada pasa de una doncella tierna y tímida a una obsesiva tejedora de planes para acorralar al hombre. Mayor atención merecen los tics faciales y la transparencia del hombre, dudoso, satisfecho, asustado y azotado por el remordimiento todo a la vez.

En este embrollo doméstico, Kim Ki-Young y sus actores simplemente se dejan llevar. La locura melodramática se apodera de la trama, del filme. Pero una vez más, trabaja en su beneficio, porque semejante obra realizada sin una pasión tan desbordada no pasaría de una película de domingo en la tarde. Así como está, en este remolino, sobresale y se reafirma como el justificado clásico que es.

Tal vez al tanto de las reacciones fuertes que podría provocar su filme en aquella época, el director incluyó una advertencia severa, una especie de moraleja, para explicar el drama de su obra. Acaso lo que logra ahora, viéndolo sin ironía, es agregarle una capa más de irrealidad que eleva la obra de nuevo. El estar totalmente consciente de su explosividad y shock value le da un impulso que orienta la acción a través de los altibajos de la descomposición familiar. De la paz inicial al caótico desenlace vive siempre presente en pantalla una energía similar a aquella emitida por filmes como Peyton Place, de Preston Sturges, los mismos cimientos del melodrama moderno.

Las telenovelas coreanas, y las clásicas latinoamericanas, tenían este mismo valor agregado. En La criada el placer culpable se convierte en placer real por la magia de un realizador en la plenitud de sus poderes que bien merece mayor investigación y que inspira a rebuscar en los archivos de estas vastas cinematografías locales en busca de joyas similares.

Fernando Chaves-Espinach


Jacques Rivette va en bote por el surrealismo

Jacques Rivette – Céline et Julie vont en bateau (1974)

«No teniendo más historias que contar, se tomará como objeto y será capaz sólo de contar su propia historia(1)«. Esta cita sobre el cine es aplicable a Céline et Julie vont en bateau. A partir del año de su presentación (1974) la película se convirtió en una de las creaciones más conocidas de Rivette. Siendo resultado de un trabajo de equipo en que las actrices principales, colaborando en el guión con Eduardo de Gregorio y con el metteur en scène, elaboraban sus sueños de la noche anterior a cada día de rodaje, la película no deja de indicar la fuerte influencia de otras y de libros, historietas y comedias que el director y sus colaboradores conocían de antemano.  El carácter cíclico de la historia trae reminiscencias de las Alicias de Lewis Carrol, que van bogando por el sueño y de él regresan para volver a empezar, y, también, de su balada «The Hunting of the Snark«,  en la que un grupo de personajes se embarca para cazar un animal imaginario en un barco que navega en círculo.

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Al principio de la película, Julie está sentada en un banco, leyendo un libro de magia y haciendo con el pie un dibujo en la arena, inspirado por su lectura. Al poco tiempo, por invocación o por casualidad, aparece Céline, en rol de «conejo apurado«, quien deja caer sus anteojos, luego su echarpe y finalmente olvida un muñeco en un banco, rastros redundantes para quien la está siguiendo de cerca. Junto con las heroínas, el espectador parece ser conducido a la deriva, en un viaje extraño, con tropezones y choques, dentro de una fingida, pero perseverante, persecución por el barrio de Monmartre,  que evoca situaciones de cine mudo con destellos surrealistas. Durante los quince minutos de la persecución no se emite palabra y las primeras, de la supuesta perseguida, se pronuncian cuando se registra en un hotel con el nombre de Céline Cendrars(2), maga de profesión. La persecución, que no se apoya en una lógica común y se interrumpe en el momento menos pensado, corresponde a un mundo lúdico del que no conocemos las consignas. Las relaciones de causa-efecto son cuestionadas y las caóticas leyes del surrealismo alcanzan un papel preponderante.  Como la crítica lo ha advertido(3), el cine surrealista no prosperó después de los ensayos brillantes de Buñuel y Dalí, o por lo menos no alcanzó la repercusión de los pioneros. En 1974, con la película de Rivette, el cine surrealista(4) vuelve a despertar el interés de un  público no reducido. Pero en ella las imágenes escandalosas de El perro andaluz (1929) como el corte de un ojo en primer plano, o una mano cercenada, guardada en una cajita, y en La edad de oro (1930), las exclamaciones desaforadas como «qué placer haber matado a nuestros hijos», son reemplazadas por imágenes menos escalofriantes, por ejemplo, la estampa de una mano sangrando sobre las espaldas de las heroínas, o frases absurdas del tipo «mientras yo dormía recibiste tres llamados telefónicos«. El hilo narrativo se forma con una caprichosa sucesión de actos, gestos y comentarios, propia de prestidigitadores.


Las protagonistas parecen comportarse como los primeros surrealistas que deambulaban de cine en cine para ver parte de una película en uno, parte de otra, en el siguiente, creándose así una película propia, gracias al itinerario fortuito(5).  Céline y Julie  no parecen tener una historia, fuera de la que sinuosamente desarrollan en el presente, a través de asociaciones más o menos arbitrarias. Céline dice haber estado en Africa y Medio Oriente, viviendo aventuras increíbles. En el presente trabaja de maga en un cabaret y de niñera en una casa misteriosa. Sobre Julie, sabemos que es bibliotecaria, interesada por los libros de magia, y, debido a un encuentro imprevisible con su antigua niñera, que resulta vivir al lado de la casa misteriosa, nos enteramos de que ha pasado su infancia con ella y ha conocido a los habitantes de la casa vecina, que, según la niñera,  está deshabitada desde hace tiempo. Si las protagonistas tienen una historia propia, ésta se va creando con improvisaciones que responden a la situación contingente, a semejanza de la comedia del arte o a semejanza de las películas realizadas sin guión previamente escrito. Si Céline se ha herido una rodilla, Julie le presta ayuda y le informa que posee un diploma de enfermera (lo que es dudoso que sea cierto). Si, eventualmente, Julie, no puede entrar en la casa misteriosa, intenta forzar la puerta con una herramienta ad hoc que verosímilmente no debería llevar consigo. Son las situaciones del presente las que originan una supuesta historia anterior y no al revés.


La consistencia de los personajes protagónicos es singularmente elástica, ambas pueden sustituirse sin necesidad de adoptar máscara o disfraces y representar una el rol de la otra (Céline se hace pasar por Julie, en la cita con Guilou, el novio de la infancia de su compañera, y la sustitución no es advertida).  Las dos mujeres son dobles, que también pueden actuar como tales en una misma escena: el espectador puede ver a una y otra subiendo o bajando la escalera de la casa misteriosa, relevándose dentro de la misma acción, sin que los habitantes de la casa presten atención a situación tan insólita. Las duplicaciones y multiplicaciones se dan en diversos niveles. Las mismas imágenes, con la misma duración, o distinta, se repiten, en correspondencia con los esfuerzos mnémicos de las protagonistas, y sus súbitas amnesias tienen su paralelo en los inesperados «blackout» de la cámara, en medio de una secuencia. La fachada de la casa misteriosa surge de la imaginación de las heroínas, o, obviamente, cuando se disponen a entrar en la casa, pero también, surge  como foto instantánea que interrumpe una secuencia, sin ninguna relación con los sucesos. Es como si la cámara, a semejanza de las heroínas ,»recordara» y «olvidara», según su capricho.


Puede conjeturarse, adoptando un enfoque psicologista, que la carencia de datos suficientes acerca de la historia personal de las protagonistas, sea producto de una conducta de represión. Podría preguntarse qué hay detrás de las amnesias parciales que sufren ambas, cada vez que salen de  la casa misteriosa. ¿Por qué hay una fotografía de su fachada en el arcón de Julie? ¿Es sólo por juego, que Julie presenta a Céline, en diferentes ocasiones, como si fuera su hermana, o su prima? ¿Por qué la madre de Julie le transmite por teléfono desde Beirut un mensaje para Céline, de quien, se supone, no tiene ni remota noticia de su existencia? Son preguntas que no recibirán respuestas y que tal vez, no deberían plantearse ante una película sin asideros en el sentido común, y en la que las identidades tienen la estructura de un collage.

La repetición es un elemento básico del mundo configurado. En la casa en que Céline y Julie trabajan como niñeras, se desarrolla una acción  cíclica en la que los moradores, Camille, Sophie y  Olivier urden intrigas, que serán finalmente desbaratadas por las heroínas. Lo que sucede en la casa, se inspira en dos obras de Henry James, el cuento The Romance of Certain Old Clothes (1885) y la novela The Other House (1896). Los dos textos jamesianos  tienen muchos elementos en común (El recurso de lo doble ya contamina las fuentes de la película). Eduardo de Gregorio, colaborador en el guión, se basó en una dramatización de la novela, que hizo el mismo Henry James, y las actrices Bulle Ogier (Camille) y Marie-France Pisier (Sophie) crearon los diálogos en los que participan.


El arte, y quizás, la vida, sean  una repetición con algunas alteraciones. Como los condenados de los mitos, los personajes de la otra casa, vuelven a hacer y decir lo mismo, sin cesar. Céline y Julie lo señalan explícitamente,  cuando en una de las escenas asumen el rol de críticas de la intriga que se desarrolla ante sus ojos, pero como en La invención de Morel o como en El perjurio de la nieve, de Bioy Casares, alguien de afuera puede introducirse en la intriga para modificarla. Las dos heroínas se encargan de romper el círculo vicioso, tal vez para volver a trazarlo, con variaciones, al final de la película, cuando es Céline la que está sentada en el banco de la plaza y va a seguir a Julie, que deja caer el libro de magia, intencionalmente o no(6).

La película se mira y se configura en un espejo casi infinito  al que asoman películas tan disímiles como las de la serie de Los Vampiros (1915) del prolífico director Louis Feuillade(7) o El perro andaluz, cuyo motivo de la mano cercenada habrá inspirado, tal vez, el motivo de la mano en la película de Rivette, motivo que adquiere las cualidades de un signo enigmático: Céline dibuja en la biblioteca pública donde trabaja Julie, el contorno de su propia mano en el espacio en blanco de un libro infantil.  Julie, por su parte, humedece sus dedos en una almohadilla impregnada de tinta y deja sus marcas en un papel (al día siguiente, Julie robará  el estuche con la almohadilla). Una mancha roja con la forma de una mano aparecerá  en la almohada de la niña de la casa misteriosa, pero también en las espaldas de Julie y Céline. La mano de Camille herida por el vidrio de una copa parece desangrar sin límites, mientras las dos protagonistas oficiando de niñeras-enfermeras y sustituyéndose, pretenden curarla. La sangre de la mano mancha el hombro del uniforme de las niñeras, pero Camille sólo ha apoyado su cabeza en ellas y no su mano herida. Los objetos más pueriles, pueden adquirir propiedades mágicas, como en los cuentos de hadas. Es el caso de los caramelos que devuelven la memoria o de la pócima embriagadora compuesta con agua, perejil y aire, calentada a fuego.


Las conductas de las protagonistas son imprevisibles y no pocas veces, rememoran personajes y acciones de películas de muy diverso género, estilizando o contraponiéndose  a aquello que imitan. Por ejemplo, si en Los caballeros las prefieren rubias(8) (1953) de Howard Hawks, Marilyn Monroe, en una sala de espectáculo, y Jane Russell, asumiendo la identidad de la primera, en la sala de un tribunal, interpretan el mismo número musical, con el propósito de cautivar al público, en la película de Rivette,  Céline, y luego Julie, oficiando de doble, producen el efecto contrario, sus representaciones en el cabaret se vuelven desmitificadoras: el número de prestidigitación de Céline es interrumpido por un espectador, que cuestiona  a los gritos su veracidad (será expulsado, a la fuerza, del lugar). Julie, que en su número, se presenta como si fuera la otra, va a agredir al público, con palabras y gestos de repudio, y va a interrumpir sorpresivamente su actuación, escapándose. En total acuerdo con los postulados surrealistas, el límite convencional entre el escenario y las butacas se rompe, y arte y vida se cuestionan directamente y con violencia.
Hacia el desenlace, las heroínas asumen también el papel de espectadoras  y dentro del apartamento de Julie «observan»   y critican las acciones que ocurren en la casa misteriosa, como si éstas se estuvieran representando o proyectando delante de ellas. Cuando intervienen como personajes en esas acciones tienen conciencia de participar en una ficción, pero también se alienan en ella.


El surrealismo pretendió no sólo revolucionar el arte, sino la forma de vivir. No fue, como a veces se critica, un movimiento que dio la espalda a la realidad, sino que por el contrario buscó modificar la sociedad, tratando de oponerse a los dictados del sentido común, que encubre la faceta disparatada del ser humano. El embate revolucionario, de todos modos,  se vio reducido al campo de  las manifestaciones artísticas. La sociedad no estaba preparada, y difícilmente pueda estarlo,  para el libre juego propuesto.  Sin embargo, a pesar de las contracorrientes de la realidad, el surrealismo ha sobrevivido y el bote de Rivette, con sus tripulantes, puede navegar durante más de tres horas de proyección por un río lúdico, que no parece tener orillas. Toca al espectador decidir embarcarse o no.

Adam Gai

(1) – Ver Gilles Deleuze, Cinéma 2: The Time-image , University of Minessota Press, 1989, p. 74.
(2) – Blaise Cendrars, seudónimo del poeta y novelista, nacido en Suiza, Frédéric Louis Sauser.
(3) – Véase el comentario de Robert Short  en la introducción filmada al dvd «Un chien Andalou, L’ Age d’ Or», bfi Video Titles
(4) – Cabe destacar también el éxito anterior de Zazie dans le métro (1960), slapstick con ribetes surrealistas, de Louis Malle. El episodio, no breve, en el que un proteico personaje persigue a Zazie o es perseguido por ella por diversos lugares de París, anticipa la larga persecución inicial en la película de Rivette.
(5) – Véase Robert Short, introducción citada.
(6) – Rivette ha señalado en una entrevista que en el género de la comedia se pretende  llegar a una resolución, pero que en su película, eso no parece ser tan evidente, «después de todo en la última escena se invierten los roles de las muchachas – pero, por supuesto, esto es simplemente una pirueta». Véase Jonathan Rosenbaum et al «Phantom Interviewers Over Rivette» en Order of the Exile, jacquesrivette.com
(7) – Los disfraces negros y las máscaras que usan Céline y Julie para robar el libro de la biblioteca pública  son semejantes al disfraz  usado para robar por Irma Vamp en la serie mencionada (¿es jugarreta surrealista del destino,  el hecho de que la Vamp se presenta en uno de los episodios de la serie con el nombre de Juliette Berteaux? Como es sabido el personaje de Céline es interpretado por la actriz Juliet Berto).
(8) – Jonathan Rosenbaum en su artículo «Work and Play in The house of Fiction: On Jacques Rivette», aparecido en la revista Sight and Sound 43, Autumn, 1974, ha señalado la conexión con la comedia musical, dirigida por Howard Hawks, director admirado por Rivette.


A Cuchillazos Aprendimos

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Abel Ferrara – El Asesino del Taladro (The Driller Killer, 1979) 

 

The driller killer (1979) es un slasher film. Observa la transformación de su protagonista en un monstruo asesino, uno que debe emplear algún tipo de arma punzo-cortante. Pues estos dos aspectos constituyen los rasgos fundamentales del género: la  mutación psicopática y el cuchillo. En The driller killer, un pintor enloquece y comienza a matar vagabundos con un taladro.

Abel Ferrara, el director, también es Reno, el pintor asesino. Uno a uno, cada suceso o símbolo nuevo lo volverá un poco más loco, hasta que eventualmente se precipite en su vorágine homicida, que a la postre es lo que esperamos ver. Así son los géneros: predecibles, pero justamente en esas convenciones reside la gracia, como decir “veamos quién lo puede hacer mejor”.

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La primera ocurrencia se da en una iglesia, donde un viejo de barba que parecía rezar le agarra de improviso la mano, a lo que Reno sale corriendo, llevándose a su novia, Carol, que se halla a la entrada. Luego en un taxi niega conocerlo, a pesar de que el tipo tenía un papel con su nombre y teléfono. Reno cree que se trata de su padre perdido, pero le grita a Carol que simplemente era un vagabundo.

Apenas empezado el film, un acto de paranoia desconcierta. Pero será únicamente el primero. Poco a poco, las fantasías homicidas de Reno comenzarán a tomar forma y a absorberlo por completo. A la mañana siguiente, Pamela, la otra chica que vive con ellos, intenta hacer un agujero en la pared con un taladro. Pero como la chica es una yonqui que siempre parece encontrarse pasada, Reno lo hace por ella. Y más tarde, soñará con el poder del taladro y con un misterioso hombre de barba.

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Por otro lado, Reno se queja de los vagabundos que viven alrededor de su edificio. No los soporta. Además, las deudas lo agobian. Debe terminar un cuadro que lo obsesiona, porque mientras no lo haga no tendrá dinero. Le pide un adelanto a Dalton, un gay dueño de una galería de arte, pero éste se lo niega, arguyendo que ya le ha prestado bastante dinero. Ya en este punto, Reno vive en constante desesperación, y tres variables dan vueltas en su cabeza: taladro, vagabundos y sangre.

Al día siguiente, Tony Coca-Cola y los Roosters, una banda de punk-rock de amigos de Pamela, se mudan al edificio de Reno. Entonces, aparece una nueva obsesión que no deja descansar a Reno: la bulla que éstos hacen con sus ensayos. Y sin dinero, no puede salir de casa. De manera que Carol, Pamela y Reno se la pasan viendo televisión y un comercial llama particularmente la atención de este último: promocionan un cinturón de baterías, que convierte en portátil cualquier aparato eléctrico, como por ejemplo un taladro.

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Más tarde, a las dos de la madrugada, Reno trata de pintar, pero no logra concentrarse por el ruido de la banda. Entonces llega el primer colapso: se imagina a sí mismo cubierto de sangre, una imagen que lo perseguirá constantemente. Decide salir para despejarse y encuentra un vagabundo y se le acerca. Pareciera que va a hacer algo, pero no. Una pandilla pasa a su lado y el laberinto lo disuade. Simplemente se jura a sí mismo nunca ser como ese vagabundo ni como su padre.

El guión va, pues, sembrando momentos o símbolos de su tránsito a la locura. Se conjeturan relaciones entre el padre de Reno y el odio de éste hacia los vagabundos. Además, elementos como el cinturón de baterías o el propio taladro aparecen como casualidades con mucho sentido. Sin embargo, el ansía asesina en Reno aún no queda del todo patente, no pasa de un flash en el que se ve cubierto de sangre, pero que rechaza. Hasta ahora.

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Porque su cólera, desesperación o locura resulta obvia cuando acuchilla el conejo que su casero le regala. En lugar de cocinarlo, lo acribilla. Porque su siguiente movimiento será comprar el cinturón de baterías, encontrar un vagabundo y taladrarle el pecho. Ahora sí, Reno es completamente el asesino del taladro. Pero debe matar más, el género así lo exige. El siguiente paso será la carnicería. Lo que importa es ver qué tal queda.

Esa misma noche, Carol, Pamela y Reno van a un concierto de The Roosters. Ahí Carol le reclama a Reno que ya no es el mismo. Le dice que antes, por ejemplo, disfrutaba los conciertos. Su relación se está desmoronando: un buen motivo para matar.

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Reno regresa a su apartamento, recoge el cinturón y el taladro y comienza a taladrar vagabundos a diestra y siniestra por las calles. Empieza con uno que duerme en el suelo, luego otro en la estación del metro, de ahí uno más que bebía en la calle.

Llega a una parada de bus donde hay un loco que molesta a dos personas que esperan. Una vez que éstas se van, taladra al loco por la espalda. Después ataca a otro vagabundo que duerme en el suelo, y finalmente, el último ya, cierra con una genial perforación en la frente en primer plano.

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La película no acaba ahí. Hay otros conflictos argumentales y otras buenas muertes. Sin embargo, nadie pretende contar el final y, sobre todo, en este punto se cumplen con los requerimientos del género slasher: ya asistimos a la transformación del hombre en monstruo, ya apreciamos el poder de su arma. Hora de darnos por satisfechos.

 

Por Eugenio Vidal 


El Color de las Granadas, o Lenguas Muertas del Cine

 

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Sergei Parajanov – Sayat Nova (El Color de las Granadas, 1968)

 

Muchos autores intensamente personales atraviesan y enriquecen la historia del cine con sus impresionante monumentos irrepetibles. Son películas ante las cuales el espectador queda pasmado, pero sabe que no puede haber nada similar después, que ha contemplado exactamente eso, un monumento. Tal es el caso de ciertas obras de Alain Resnais, Luis Buñuel, Robert Bresson, Michelangelo Antonioni.

Son películas que pueden suscitar grandes aclamaciones, que serán alabadas por la crítica especializada por las décadas siguientes, pero que jamás serán realmente influyentes sobre nadie, cuyos descubrimientos aparecerán más como ecos en obras posteriores que como huellas marcadas. “El diario de un cura rural” y  “L’Avventura” son fascinantes y quitan el aliento; pero jamás han sido imitadas, y solo se han visto proyectadas en el futuro como recuerdos distantes.

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No es algo “malo”, propiamente”, sino una muestra de la fuerza y originalidad de los maestros que las produjeron. Son lenguas muertas del cine: lenguajes nuevos creados dentro del universo cinematográfico que no siguen evolucionando, porque han nacido para una sola ocasión, o un puñado de películas nada más (como el famoso caso del cine surrealista de principios de los años treinta). Tal es el caso de Sayat Nova (conocida en español como El color de las granadas), de un director que hasta la academia ha olvidado casi por completo, Sergei Parajanov.

La película, de forma no lineal, cuenta una versión abstracta del mayor poeta armenio, Sayat Nova (Rey de las Canciones), nacido Harutyun Sayatyan en Tiflis, hoy en Georgia. Vivió como poeta, cantante y experto en el kamancheh, instrumento típico de cuerdas. El poeta inició su vida en el campo, tiñendo telas con su familia.

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Llegó a ser poeta de la corte de Erekle II de Georgia, hasta que se enamoró de su hermana y fue expulsado. Pasó a un monasterio, y vivió como monje el resto de su vida. Fue ejecutado por negarse a rechazar su fe cristiana y hoy en día es reconocido como uno de los mayores artistas de la rica cultura de Armenia. Conocer un poco al menos sobre las vicisitudes del pueblo armenio, sobre el poeta, y sobre el mismo director, ayuda a una comprensión mayor del filme.

No es que la narrativa de la obra sea impenetrable, como se ha dicho en ocasiones, sino que exige mucho del espectador, y se trata de una película que se experimenta y saborea en vez de verse. Por ello argumento que “Sayat Nova” crea una nueva lengua para el cine, un idioma que hasta el momento sólo ha podido hablar Sergei Parajanov. ¿Es posible seguirla, realmente?

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El filme se construye como una serie de retablos vivientes, cada uno autosuficiente y lleno de vida (se ha hablado mucho sobre la similaridad con los iconos rusos, a veces, sin analizar por completo la complejidad de estas interrelaciones, al contrario de otra película que echa mano de un recurso similar: Andrei Rublev). La cámara se mueve muy poco, acaso un par de veces, y son movimientos mínimos, así que los actores encarnan imágenes vivas de un pasado rico culturalmente y explosivo en color y textura.

Del mismo modo, el diálogo es inexistente: sólo hay cantos, recitaciones sueltas de poesía, líneas pronunciadas por personajes silenciosos en la imagen o fuera de campo. El director deja que su poesía hable por sí sola, con una sensibilidad que como pocas veces antes o después, recaptura la atmósfera del cine mudo, una purificación del cine similar a la de Robert Bresson, aunque claro, en un estilo opuesto en casi todos los sentidos. Mientras la obra de Bresson es austera y minimalista, la de Parajanov es opulenta, texturizada; son cuadros vivos de color que giran en torno a relaciones simbólicas entre los elementos dispuestos en el plano.

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De esta manera, aunque se suprime el movimiento de la cámara, no así la acción, que se sucede de forma lenta y rítmica, resaltada por música hipnótica y sobrecogedora. Los actores desarrollan una coreografía simbólica y sencilla en gestos, narrando poco a poco, más que la vida del poeta, su estado de ánimo en diversos momentos de su existencia.

El comienzo del filme es la infancia del poeta. La inocencia de la juventud, y el descubrimiento progresivo de la belleza se reflejan en varias escenas hipnotizantes del joven poeta viviendo en el medio de su cultura original. El nacimiento de la poesía y del arte (la cultura) se equipara con la creación del mundo en una secuencia que es como un sueño. Los acontecimientos de la vida del poeta se convierten, desde este punto, en accesorios para su poesía: el poeta subyugado a su obra (a la necesidad de que ésta existe), una imagen poderosa y que puede ser polémica.

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El foco de la película no está en la vida del poeta precisamente, sino en los vestidos, la música, las pinturas y las diversas tonalidades de Armenia. Con un ojo inocente Parajanov captura esta hermosura en el filme, de un modo innovador e inimitable. La vida del poeta se narra como un sueño, como un poema, realmente. Emociones, sensaciones, recuerdos, colores, sonidos, más que palabras. Sayat Nova es la historia de una vida cíclica y sensible, que empieza y termina en el mismo punto: las telas teñidas de rojo.

Por las dagas, las granadas reventadas, los tintes. Como si la existencia tiñera lentamente la poesía del protagonista, de forma imparable e involuntaria. El poeta acepta su destino de artista, acostado en una posición muy similar a la de Cristo en la cruz, entre libros antiguos cuyas páginas las pasa el viento. Sentencia el monje que lo educa al principio que la vida está en los libros, y que sin ellos todo sería ignorancia.

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Pero la película logra extrapolar este juicio a la totalidad de la cultura: los vestidos, las canciones, las construcciones, las esculturas, los iconos, los cuadros. De este modo llega a los dos aspectos que provocaron la prohibición del filme y el posterior arresto del director: que la cultura debe ser preservada, por encima de cualquier gobierno temporal; y segundo, que el artista debe aceptar su responsabilidad como un sacrificio.

Sayat Nova aceptó su legado cultural (el cristianismo fue adoptado en Armenia desde el siglo IV, aproximadamente), y por él murió, hecho representado sin la menor violencia en el filme, simbolizando una aceptación voluntaria y total del destino.”Soy el hombre cuya vida y alma son tortura”, se repite al principio de la película.

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Con estos símbolos y reversiones del lenguaje cinematográfico tradicional, que como sabemos parte de la narrativa realista del siglo XIX desde tiempos de D.W. Griffith, Parajanov crea entonces una lengua propia que aunque bebe de lo que la antecede, rompe con lo preexistente y muta en una expresión única y solitaria. Solo se encuentran marcas fuertes de Sayat Nova en las mismas películas del director.

En otras posteriores, sólo ecos e impresiones pueden haberse quedado de Parajanov. ¿Y podría seguirse? No me refiero a la imitación, que en todo caso bien podría sorprendernos con resultados agradables, sino a adoptar la lengua creada acá por Parajanov (ni siquiera es necesario ceñirse a la inmovilidad de la cámara: en Los caballos de fuego y sus otras películas la cámara se mueve, pero mantiene el tiempo estático y el ritmo poético).

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Por otra parte, este acercamiento a la cultura autóctona de los países también podría ser más frecuente. Se me ocurre que un filme que trate con este vigor y reverencia alguna cultura de Latinoamérica resultaría en una obra riquísima y espectacular. ¿Siguiendo el lenguaje de Parajanov, las estructuras creadas por él? Podría ser, y al seguir este idioma del cine, avanzaríamos hacia un cine distinto y “más cinematográfico” que literario.

Pero también, naturalmente, sería adecuado crear un lenguaje propio para la cultura que se exprese en pantalla. Sea como sea, a través de este ejercicio (pase o no al plano de la realización) nos puede revelar mucho sobre el poder del cine que no ha sido aún explorado en su totalidad, y de cuánto nos queda por descubrir en el cine que ya creemos agotado.

 

Por Fernando Chaves Espinach


El Monstruo Voyerista que se metió sin pagar

 

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Ridley Scott – Alien (Alien, 1979)

 

Alien cumplió 30 años. En 1979 el joven director Ridley Scott (que dos años antes sorprendió a la crítica en Cannes con su ópera prima “Los duelistas”) realizó una de las películas más importantes de la historia y que marcó un antes y un después en el género de la ciencia ficción.

Empeñándose en crear atmósferas claustrofóbicas, terroríficas y oscuras que remitieran a las obras de los escritores Joseph Conrad y H.P. Lovecraft, Scott construyó un filme que ha servido de modelo para innumerables películas. Lo sorprendente es que cuando uno revisita la cinta, con todo lo precario que hoy nos parece que ofrecía la tecnología de aquella época, el resultado es de una calidad que no tiene nada que envidiar a lo que se viene haciendo hoy en día. Hablamos del aspecto técnico obviamente, porque en el plano narrativo en estos 30 años ningún filme ha logrado hacerle sombra al monstruo que incuba sus huevos en los seres humanos.

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Ridley Scott, desde su aparición en escena, ha generado diversos comentarios entre los amantes del cine, ya que es capaz de realizar obras maestras así como cintas de dudosa calidad que obligan a los críticos a dejarlo fuera del sitial de los grandes. Pero de lo que nadie podrá dudar es de su virtuosismo para contar bien las historias, sobre todo aquellas donde el hombre tiende a vivir en un mundo de tensión creando ambientes de absoluto desasosiego.

 Alien fue la apuesta correcta y que marcó el sendero correcto para la filmación de una las grandes películas que haya dado el cine, y es que Blade Runner (1982) le debe tanto al monstruo como los amantes del género a Scott.

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Son tres décadas de la aparición de un personaje capital en la galería de seres fantásticos de la cinematografía. La valerosa Teniente Ellen Ripley (fabulosa Sigourney Weaver) es el personaje clave en una historia que goza de uno de los desenlaces más controvertidos de los últimos tiempos. Según cuenta la leyenda, Scott tenía en mente a un hombre para el papel principal, sin embargo su idea se fue deformando a tal punto que sintió que una actriz desconocida (aunque también se habló de Meryl Streep) debía ser la única sobreviviente de una matanza que ni siquiera el grupo de actores sabía cómo se iría originando.

Para este plan, el director rodeó a la novata actriz de un repartazo, compuesto por nombres tan excepcionales como los de Ian Holm, John Hurt, Harry Dean Stanton o Tom  Skerritt. Ninguno de estos reputados intérpretes terminaría sobreviviendo, o siendo el que cortara la cabeza al inclasificable ser cuyos asesinatos tan gore han sido objeto de imitaciones con desigual resultado. Es decir, nadie podría prever lo que pasaría porque así lo quería el realizador valiéndose de un guión sumamente cuidado.

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Estamos en un futuro de características distintas al que nos contó Stanley Kubrick en 2001 (cinta que sirvió de inspiración a Scott), ya que la nave espacial Nostromo tiene un aspecto lúgubre y carente de iluminación completamente opuesto al que tenía la nave creada por el director de “La naranja mecánica”. Se trata de un remolcador que lleva minerales a la Tierra para su posterior estudio y cuya tripulación se encuentra en cápsulas que los mantienen en estado de criogenización. Una señal dada por Madre (la computadora de la nave, tan siniestra como Hal), obliga al grupo a despertarse para atender el pedido de ayuda de una nave cercana situada en un planeta fantasmal.

Una vez que parte de la tripulación baja para realizar la expedición hacia el interior del vehículo, un halo de misterio de apodera de manera asombrosa de un filme que venía teniendo un ritmo pausado. De pronto la atmósfera se torna mucho más fría y tétrica gracias a la puesta en escena magistral que implica la utilización de planos combinados, iluminación mínima y sonidos inquietantes. Cuando Kane (Hurt) baja a la parte más oscura de la nave se encuentra con un verdadero nido metálico de huevos de una especie inclasificable, uno de los cuales se rompe para la aparición del mítico “facehugger” que se adhiere a la cara del astronauta hasta dejarlo inconsciente.

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La desesperación se apodera del Nostromo a cuyo mando se encuentra Ripley quien impide la entrada de los expedicionarios al encontrarse en un supuesto peligro de contaminación, sin embargo no contaba con que Ash (Ian Holm) dejara entrar a los desesperados miembros del grupo con Kane y su extraño compañero pegado a su cara. Es a partir de aquí que suceden hechos de magnífica composición, puesto que la criatura valiéndose de la cola del facehugger y de su especial sangre similar a un potente ácido, logra utilizar al astronauta como incubadora. Pasará a la historia el instante en que la cría del Alien aparece, rompiendo el pecho de Kane y huyendo para empezar su completo desarrollo en la clandestinidad.

En un filme plagado de actuaciones notables, destaca el temible personaje de Holm, un esbirro de Madre que se había obsesionado con la criatura a la que se debía llevar a la Tierra como objetivo prioritario para su estudio, así la tripulación deba ser exterminada. Al darse cuenta de esto, Ripley encara a Ash hasta el punto de casi ser asesinada en una escena que ya anunciaba el desenlace erótico que rodea a la cinta (trata de introducirle una revista en la boca).

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La rápida ayuda de sus compañeros obliga a descubrir que el personaje era un cyborg que ya tenía estudiada la forma en la que todo acabaría: no hay forma de asesinar al Alien, una especie “admirable”. Uno a uno, seis de los tripulantes del Nostromo fueron asesinados por el monstruo en pleno desarrollo que, al igual que el Tiburón de Steven Spielberg, tiene la virtud de aparecer poco y en momentos clave, dejando con la sangre helada a los espectadores al no saber por dónde aparecerá.

Mucho se ha hablado del aspecto sexual del monstruo creado por Scott, y es que asesina de forma desigual a hombres y mujeres. Primero los aniquila a ellos y luego fue por ellas, siendo el punto más curioso la forma en la que se supone asesina a Lambert (Verónica Cartwirght) cuando su cola aguijón se introduce entre sus piernas y sólo se escuchan gritos desgarradores.

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El monstruo de cabeza fálica persigue hasta el final a Ripley que logra introducirse en una pequeña nave de emergencia mientras logra hacer explotar al Nostromo, pero el juego no había terminado: la Teniente, creyéndose a salvo empieza a desnudarse para meterse en la cápsula de criogenización, pero no contaba con que el Alien la estaba espiando sin emitir ningún sonido. Cual voyerista espera que la atractiva mujer quede apenas en ropa interior para avisarle que estaba allí y que iba por ella, no sin que el espectador se encuentre inmerso en una atmósfera de tensión, claustrofobia y pulsión sexual.

El desenlace es igual de curioso porque la expulsión del Alien se torna absolutamente equilibrada, sin momentos de mayor vértigo pero con la imagen de haber sido un final tan exacto como brillante. Luego de eso llegarían las versiones de James Cameron en Aliens (1986), David Fincher en Alien 3 (1992) y Jean-Pierre Jeunet en Alien Resurrection (1997).               

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Hoy se anuncia la precuela de Alien. Se supone que se contarán los orígenes de esta criatura y el proyecto está encabezado por el director Carl Rinsch. Ridley Scott ya lo dijo todo en torno a esta criatura misteriosa, sangrienta y amante de las mujeres.

 

Por Fernando Vega Jácome


la noche delirante de godard

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Jean – Luc Godard – Alphaville, 1969

El director francés Jean Luc Godard realizó a mediados de los años 60`s una serie de peliculas en las cuales dió rienda suelta a una imagineria visual muy particular y un estilo narrativo innovador. Un buen ejemplo de esto es el film «Alphaville», sorprendente cinta filmada en blanco y negro con extraordinarios resultados,teniendo en cuenta que Godard la realizó sin sets de filmación, sin efectos especiales, y más aún, sin guión previamente escrito. La pelicula resulta ser una valiosa experiencia cinéfila, que considero imperdible. 

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La historia cuenta, como bien dice el titulo original, una aventura del detective Lemmy Caution, un personaje creado por el escritor inglés Peter Cheyney, y que fue llevado anteriormente al cine por otros directores en cintas de aventuras para un público juvenil, siempre con el rostro del actor norteamericano Eddie Constantine, el cual popularizó a éste personaje entre el público francés. Sin embargo, aqui el asunto es definitivamente más cautivante. «Alphaville» es un relato detectivesco, un film noir desarraigado hacia un mundo lejano, pero que mantiene un estilo visual que nos resulta conocido, ya que la futurista ciudad no es otra que la inconfundible Paris, apenas disfrazada y oculta por la noche. Aqui cabe recordar lo que el actor Eddie Constantine contó acerca de Godard y ésta pelicula :

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«Godard filmó sin historia por 3 días. Yo caminaba por las calles de Paris, solo, con mi sombrero y mi abrigo, mientras él hacía tomas panorámicas de la ultra moderna construcción de «La Défense» (un moderno distrito comercial ubicado al oeste de Paris). Pero aún no tenía una historia. De repente, luego de tres días, me llamó y dijo : «tengo la historia, ya la escribí».» 

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De este modo, Godard nos cuenta una relato plagado de referencias a la cultura pop más celebrada, con frios escenarios desprovistos de emoción, pero que esconde en su interior a peligrosos delincuentes de apariencia gansteril, laboratorios secretos, personajes extraños y además una supercomputadora de nombre Alpha 60, convertida en una inteligencia superior que es capaz de controlar a los habitantes de la ciudad llamada Alphaville, dictando reglas que prohiben el acto de llorar y, asimismo, erradican la poesia y cualquier fuente de inspiración humana.

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Esto en medio de referencias a galaxias lejanas, entidades cósmicas (pues Lemmy Caution es designado agente 003 de los Paises Exteriores, y enviado allí tras el fracaso de otro agente asignado previamente con la misma misión), personajes del mundo de la ficción (preguntan qué ha sido de Dick Tracy, otro famoso detective de las historietas), y violencia gráfica digna del más extraño comic, como ocurre en una singular persecución de vehiculos en medio de la noche, y peleas cuerpo a cuerpo que resultan una coreografía delirante. Pero más alla de esto, Godard otorga a su historia ideas y expresiones visuales que buscan una reflexión filosófica sobre los sentimientos humanos, sobretodo a través del personaje de Natasha, inolvidable personaje a cargo de la actriz Anna Karina, pareja sentimental del director Godard, y musa inspiradora de su más destacada filmografía, sino basta verla en su delicioso papel en «Una mujer es una mujer».

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Lemmy y Natasha son testigos de la alienación que se extiende por la metrópoli, y luchan contra ella a través de su reinvindicación de la poesia y la palabra escrita (lecturas de «La capital del dolor» de Paul Eluard, y «El sueño eterno» de Raymond Chandler), por medio de extensas declaraciones en las cuales permanecen quietos, o haciendo movimientos de manos ante la inmóvil cámara, en estancias apenas iluminadas, donde el director hace un eficaz empleo de la luz y las sombras para recrear esta extraña atmosfera que envuelve este relato.

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El futuro es, en este caso, lo que muchos han llamado una distopía (lo contrario a una utopía), donde los seres son practicamente autómatas sin identidad. Esta visión pesimista tiene como única esperanza el reencontrar la esencia del alma humana, aquello que buscan los dos protagonistas, y para ello inician un largo recorrido en medio de la noche («la noche significa aventura y romance», en palabras de Godard), con la esperanza de detener al diabólico creador que pervierte esta realidad.

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Godard consigue asi una obra que no deja de cautivar a pesar de los años transcurridos. Para ello, el director hizo uso de su agudo sentido filmico, alejándose de estéreotipos, aunque, por mismo puso fin a la carrera de Eddie Constantine como Lemmy Caution, pues su personaje se volvió tan oscuro, tan frio y duro en ésta pelicula que su público acabó rechazándolo.

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Por otro lado, prueba de la intensidad con que el director asumía su trabajo es la anécdota que cuenta lo ocurrido en una escena en la cual Constantine debía abofetear a una chica dentro del hotel; se le exigió sea un golpe muy severo, lo cual el actor hizo con cierto reparo, a lo que Godard dijo «Tu no eres John Wayne», obligándolo a soltar un tremendo bofetón a la actriz, la cual por poco cae desmayada. Aún asi, no contento con ello, el director se acercó a Constantine y para demostrarle el efecto que quería lograr, le soltó tal cachetada que el rostro del actor quedó marcado un buen rato. Pero en su memoria quedó grabada por siempre.

Por Enrique Rodríguez


Perro blanco, corazón negro

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Samuel Fuller – White Dog (Perro Blanco, 1982)

White Dog (1982) es una película devastadora. Filmada del modo más sencillo, esta cinta contó con los recursos mínimos que sólo pueden llegar a ser obras maestras si detrás de la cámara se ubica un genio como Samuel Fuller (1912-1997), un director que es capaz de desatar manifestaciones de fanatismo por parte de otros grandes como Jean-Luc Godard, Martin Scorsese, Aki Kaurismäki  o Quentin Tarantino. 

«El cine es como un campo de batalla, donde hay acción, violencia, amor, odio, muerte. En una palabra: emoción». Así describe el director de Shock Corridor (1963) al oficio por el que se entregó en cuerpo y alma, más precisamente lo hace en un pasaje de la imprescindible Pierrot el Loco (1965), donde Godard lo hace actuar en memorables minutos para que ese rostro de genio demente y maravilloso se nos impregne en las retinas. 

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Es que la rebeldía y la indignación eran los rasgos que más podrían definir a Fuller, un artista que encontró en el cine la vía perfecta para manifestar toda su bronca hacia una sociedad que él sentía iba camino a la nada. Cada una de las piezas que dejó para la posteridad describen de forma cruda, directa y sin concesiones los vericuetos más oscuros del ser humano. 

Scorsese cuenta en una anécdota un hecho capital para su identificación como director de cine, y es que luego de ver I Shot Jesse James (1949) cuando era muy pequeño no dejaba de preguntarse, al ver a la gente transitar fuera de la sala de cine, cómo podían todas esas personas seguir su vida normal y no estar viendo esa película. 

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Asimismo yo no puedo concebir que muchas personas pasen por esta vida sin haber visto White Dog, porque una cosa es entretenerse con un filme, llorar, reír y pasarla bien, incluso pensar, y otra es que una película pueda hacerte ver la vida totalmente distinta a como tú la percibías. Esta cinta te taladra el corazón, la mente y el espíritu y aloja en tu alma una desolación tan necesaria que te obliga empezar a hacer algo ya y cambiar las cosas.   

Todo comienza con un negro intenso que cubre la pantalla, el sonido de un auto en marcha y el ruido de un choque. Una solitaria actriz (Kristi McNichol) atropella a un hermoso pastor alemán blanco dejándolo moribundo, sin embargo su responsabilidad la obliga a llevarlo al veterinario y luego, adoptarlo. 

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Este perro llega a ocupar un espacio importante en su vida, se convierte en su amigo y la hace entender que la soledad no estaba destinada para ella. Son memorables los momentos en los que se establece una fuerte conexión entre ella y el animal, llegando incluso al sensacional ajusticiamiento a un violador que osó entrar a la casa de la muchacha sin saber que allí habitaba un imponente guardián. 

Pero no todo sería perfecto. Este perro fue cambiando de carácter hasta transformarse en un monstruo que no podía ver el color negro. El ataque a una amiga de la chica, afroamericana ella, nos entregó la aterradora verdad: se trataba de un ‘white dog’, perro entrenado desde cachorro por un enfermo racista para atacar y asesinar personas de color. 

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La actriz decide enviar al perro a una especie de reformatorio para animales, donde un domador profesional (excepcional Paul Winfield) buscará reeducarlo e insertar a la sociedad a ‘un ser inocente que había sido envenado por el hombre’. La empresa se torna complicada porque el domador ya había fracasado en dos intentos anteriores con este tipo de perros, así que a la tercera sería la vencida. Es así como se embarca en una obligación de tipo moral y racial en la que no se podía perdonar una nueva derrota. Más aún porque él era negro

Fuller no es concesivo, narra la película con absoluta fluidez y ritmo trepidante, su característica de artista visceral lo obliga a mostrar planos cerrados de los rostros de los protagonistas donde cada uno de los gestos se nos meten en la cabeza generando sensaciones que van del horror a la pena, de la esperanza a la pérdida absoluta de fe. El guión fue escrito en forma conjunta con Curtis Hanson, el director de la imprescindible ‘L.A. Confidential’ y contó con el maestro Enio Morricone que compuso una banda sonora casi perfecta y que acompaña los momentos de tensión con una partitura hecha a la medida. 

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Fuller siempre contó las historias que a él le interesaba contar, donde volcó toda su furia contra la estupidez humana. Hasta ahora se me hace difícil comprender que, en su momento, este filme haya sido tachado de racista cuando se trata, más bien, de un testimonio antirracista que te golpea en el alma. 

Cuando uno descubre al personaje que había entrenado al perro blanco desde cachorro no puede sino gritar y llenarse de miedo, sin que se muestre sangre ni alguna escena violenta. Lo que logra el director es que veamos con horror cómo en un rostro angelical se puede esconder la mugre más infecta, como las ‘Babas del diablo’ de las que nos hablaba Julio Cortázar en su memorable cuento. 

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El brutal asesinato de dos negros por parte del perro no hace sino mostrarnos que la crueldad del hombre puede ser tan bestial que hasta un inocente animal puede verse contaminado. El desesperanzador final (no perdérselo, porque uno tiene el corazón en la boca) obliga a formularse las más profundas preguntas sobre nuestra propia condición. 

‘White dog’ es el tipo de películas que uno no olvidará jamás. Forma parte del pelotón de filmes que son necesarios de ver, porque golpean, porque te dejan atónito, porque te hacen ver que el ser humano es tan inexplicable que cuando toma la forma de un inocente, sus dentelladas pueden ser mortales.

Por Fernando Vega Jácome


La Ficción Disfrazada de Terrorífica Realidad

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Tobe Hooper – Masacre en Texas (The Texas Chainsaw Massacre, 1974)

Era el año de 1974. Muchos jóvenes norteamericanos se sentían atraidos por temas profanos y ciencias ocultas y daban cuenta de un extraño fenómeno, el cual desde los inicios de la década fue conocido como el inicio de la era de Acuario, la cual se considerada como un periodo de progresión en la conciencia humana, un cambio hacia nuevas perspectivas en la civilización y en la vida en nuestro mundo. Pero esto mismo llevaba a algunos a concebir el surgimiento de un nuevo temor. Esto era el inicio de una edad oscura. Esta extraña percepción del mundo se veia apoyada en la desconcertante realidad vista a través de las noticias, con las terribles imágenes del conflicto bélico en Vietnam, y la pérdida de vidas que en su mayor parte eran jóvenes combatientes. Duro golpe a la conciencia del pueblo norteamericano el cual produce un destacado matiz en aquel entorno: el del desencanto.

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El cine de horror es, en nuestra opinión, el mejor medio para expresar el innegable lado oscuro de la mente humana. En aquellos dias, lo terrorifico abandonaba su condición de espectro, de ilusión intrusa ajena a este mundo, donde el monstruo de escenarios góticos hacía su aparición como pesadillas nocturnas. Por el contrario, el terror dejaba la inspiración en los mitos clásicos y empezaba a alimentarse del lado más cruel de la realidad. Veamos un notable caso donde el horror se hace perturbadoramente muy posible.

El cineasta Tobe Hooper nació en Austin, Texas, en el año de 1,943. Empezó en la realización de largometrajes con «Down friday streets», trabajo filmico que nunca llegó a cine alguno; poco tiempo después, su siguiente obra, un relato de ciencia ficción, se tituló «Eggshells», la cual logró exhibirse en salas de Texas y Oklahoma. De este modo, afincado en las historias fantásticas, Hooper se embarcó en lo que es hasta el dia de hoy el mayor de sus logros.

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Un buen dia, el jóven director realizó una visita monótona a una de esas tiendas por departamento. Fue alli que su mente tuvo una inspiración única con tan sólo ver un simple artefacto: una bien equipada motosierra puesta a la venta. Si a ello añadimos el creciente interés de Hooper por la terrible historia de un asesino como Ed Gein, conocido como «el monstruo de Wisconsin», es fácil deducir la rapidez con que su imaginación empezó a concebir una idea muy extraña. Junto al escritor Kim Henkel, se dio inicio a la confección de un relato realmente espeluznante.

Suele decirse que para todo aspirante a narrador creativo es siempre conveniente empezar utilizando aquello que nos es muy familiar, muy cercano o ampliamente conocido. Tobe Hooper situó su historia en su natal Texas, un punto lejano dentro de la gran Norteamerica, el Estado que llegó a tener hasta seis banderas y que logró finalmente su independencia de México y su anexión a los EE.UU en el año 1846. Durante el siglo XX Texas adquiere una gran importancia debido a su floreciente riqueza petrolífera, logrando de este modo una mayor aproximación a los intereses de la nación. De todos modos, la imágen de un territorio remoto y casi olvidado por la civilización no dejó de ser cautivante para buena parte del público norteamericano. Hooper sabía de ello y explotó al máximo esa visión en el largometraje que lo hiciera mundialmente conocido, imprimiendo un carácter inhóspito a esos poblados y a las desoladas carreteras, donde incluso la mascota del Estado, el pequeño armadillo, es un cuerpo triturado en el asfalto; todo puede pasar en estos lugares olvidados, sea de dia bajo un sol radiante o en medio de la más profunda noche; para la victima hay un total desamparo y para el victimario no existe ojo alguno que lo juzgue.

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Desde el inicio, la pelicula juega con esta idea. Bajo una siniestra oscuridad, el flash de una cámara es lo único que permite apreciar con horror el macabro espectáculo de una serie de restos humanos en descomposición, donde los cráneos desollados y sus dentaduras nos revelan la existencia de una monstruosidad que parece impregnar aquellos rincones y la atmósfera misma. Afuera, bajo la luz de un sol abrasador que asemeja un clima infernal, un cuerpo nauseabundo se aferra a una estatua, irguiéndose en medio del cementerio local como emblema de un reino de maldad. Esta presentación junto a los muy logrados créditos son la apertura perfecta para este clásico de la cinefilia terrorifica.

En plenos años 70’s, con el compromiso hacia el postmodernismo que se hacia relevante en todas las artes, Tobe Hooper demuestra que tambien sabe romper esquemas, no sólo presentando un típico film de horror, sino apostando por una propuesta que emplea un formato realista muy efectivo. La primera expresión en pantalla es el frio texto a modo de un reporte policiaco, que nos narra el caso de las misteriosas muertes ocurridas en el terrible incidente que a continuación vamos a conocer. La sola introducción de este informe, con fecha exacta de los hechos y con su aguda descripción que hasta le otorga un nombre propio al caso, llama la atención del espectador en ese juego que involucra su certeza acerca del grado de ficción de lo que está a punto de ver.

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El aparente realismo que logra este film se hace visualmente significativo en el empleo de un formato de carácter semi-documental, filmada en 16 mm., y algunos encuadres poco convencionales que la acercan a un trabajo improvisado. Sea esto menos intencional y más fortuito, el asunto es que funciona eficazmente en su cometido. Esta es la filmación del recorrido en camioneta de un grupo de protagonistas, la cual comparte con el espectador su sorpresa ante cada uno de los extraños sucesos que gradualmente se desencadenan. Las secuencias que sirven de preludio al tema central de la pelicula reflejan ese ambiente desconcertante y enfermizo con la avidez de un documentalista lleno de frialdad. El episodio con el enfermizo auto-stopista; los habitantes hallados en una parada, algunos sumidos en el completo abandono y locura; el malsano panorama de la fábrica de embutidos y sus nefastos ambientes; o las desoladas inmediaciones de la gran casona y su densa vegetación. Estos son momentos que conforman un extraño panorama con un objetivo: el conducirnos en forma sorpresiva por los caminos de la locura y el horror en su estado más delirante. Lo que sigue es una ruptura de esa seudo-realidad descrita; una visión de pesadilla que irrumpe violentamente, sin concesiones y dentro de la más completa perversión y crueldad.

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«La masacre de Texas», o tomando literalmente su titulo original «la masacre con motosierra de Texas» es un film realmente impresionante. Es usual comentar acerca de su importancia fundamental para el posterior desarrollo del cine de horror norteamericano, el cual con el paso del tiempo empezó a ser cada vez más visceral y sanguinario. Sin embargo, cualquiera puede apreciar que esta pelicula apenas contiene estos elementos gráficos extremos y artificiales en cualquiera de sus momentos. La poderosa sensación perturbadora y decadente que reina muy especialmente al interior del matadero oculto es producto de un efectivo empleo de distintos elementos visuales: la escasa iluminación en las habitaciones, el ambiente de suciedad y degradación de sus rincones, la diversidad de objetos herrumbrosos, cortantes, y multiples desechos que sobrecargan el ambiente dentro del taller del matarife, los restos de vacas muertas que cuelgan en gran número y, por supuesto, la presencia del gigante asesino cuyo rostro deformado apenas lo cubre con un pedazo de piel muerta, es la imágen que se hizo muy representativa del cine de horror de los años 70’s, al lado de niños demoníacos o jovencitas poseidas.

«Leatherface», o «Cara de cuero» en nuestro idioma, ocupa un lugar especial en esa galeria de personajes siniestros del cine de horror más emblemático. Gunner Hassen, el actor que lo encarnó, empleó mucho tiempo practicando el manejo de la motosierra, y aún asi se autoinflingió varias heridas accidentalmente. Algo similar le ocurrió a la jóven actriz Marilyn Burns, quien tambien sufrió considerablemente las condiciones del rodaje. En principio, la misma ficción no cabe en respeto alguno por el cuerpo humano, al cual muestra en forma impresentable (a los muertos, desollados, y a los vivos, despatarrados por los suelos en algunos casos), lo maltrata ferozmente cuando lo penetra con brutales cortes y laceraciones, y lo humilla al extremo en una secuencia realmente enfermiza, como es la famosa cena familiar, encabezada por ese abuelo que es un digno nosferatu, secundado por el padre de familia, otro loco de antología. Compartimos la desesperante visión de la jóven cautiva en su desconcierto absoluto acerca de la realidad del grado de maldad que tiene ante sus ojos.

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Esta pelicula de horror alcanzó una relevancia muy distinguida, logrando su aprecio en el Festival de Cannes y en el Festival de cine de Londres, ocupando un lugar muy especial dentro del Museo de Arte Moderno en los EE.UU. Atras quedó la durisima experiencia de su filmación, los problemas de dinero que enfrentaron, el esfuerzo agotador realizado para llevar a buen puerto el proyecto, donde Tobe Hooper, su equipo técnico  y el conjunto de actores, noveles y de escasa experiencia, donde, como suele ocurrir en estos filmes, lo importante es la credibilidad que aportan a los momentos de mayor tensión. Este grupo puso todo su empeño, dentro de sus limitaciones. Más de treinta años después, la fascinación que ejerce este filme continúa vigente, pues un par de nuevas versiones en ésta década no han hecho más que mantener la memoria de este clásico, importante impulsor de una nueva etapa del cine de horror.

Por Enrique Rodríguez


La Pasión por el Cine en Una Sinfonía Seductora

 

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François Truffaut – La Noche Americana (La Nuit Americaine, 1973)

 

 

Al leer ciertas obras literarias, en cierto tiempo, me di cuenta que me había saturado de la literatura en la literatura: novelas que trataban de escritores haciendo novelas cosas así de esa naturaleza por doble entrega. Cuando el momento estaba presente, el de no querer leer nada más con ese estilo llegó Paul Auster para hacer de esta propuesta antigua y reincidente algo con una estructura y seducción diferente.

 

Lo que me hizo pensar entonces que sólo una buena historia ligada a técnicas innovadoras pueden hacer renacer el interés de algo que se ha vuelto monótono. Así cuando empecé a ver Una noche americana, lo primero que sentí fue un mal sabor pues  no sabía cuál era la historia, y si bien es interesante ver cómo hacen una película, no me sentía con el humor de ver algo así tan “ligero”.

 

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Pero entonces es precisamente ahí cuando algo te sorprende, así como Paul Auster, cuando de lo cotidiano se sale lo singular visto normalmente y te lo presentan con toques estupendos que te envuelven aún más en este caso, sin ser uno no necesariamente cinéfilo, queda sumergido en esta historia que va más allá de la propias, la de la película y la de la película adentro de la primera.

 

Del nombre “noche americana” sabía su concepto teórico-técnico usado en las filmaciones, pero no por eso deduje que la historia enmarcaría al propio cineasta en su aventura fílmica. De Truffaut se sabe un largo historial que empieza no de raíz en el cinema activo y quizás esa pasión que nace de la actividad cinéfila es lo que hace de este homenaje personal una película imperdible que lleva en su cauce la gran pasión por recrear historias.

 

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Truffaut embarca emociones envueltas no sólo vistas desde el director sino de cada pieza partícipe de un rodaje, de los intereses en común y aislados, de los lazos e historia que se subdividen más allá de los personajes ficticios en los reales que habitan un set de grabación.

 

Así poco a poco Truffaut muestra que no es un título simple lo de la “creación cinematográfica” pues incluye cada detalle tal como de obrero al enlazar cada artesano en cada aspecto forjando, no sólo móviles para la película, sino para que esta a pesar de todo se lleve a cabo, cadenas de hormigas lidiando con pesos y obstáculos reinventando formas y absorbiendo una atmósfera llena de picados emocionales donde al final prevalece la motivación de hacer cine más allá de los efímeros pasos entrecortados de las historias entre los integrantes siendo quizás el propio set, el espacio de vida temporal para cada uno de ellos, donde encuentran un comienzo y un final que a la vez determina un empezar en otro lado.

 

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Pero todas estas historias no llegan a ser mayor explosión en ningún lado, los diálogos son simples y el transcurrir de los misterios de las historias van pasando sobrevolando sin marcar mayor énfasis, pues aquí lo único que importa es disfrutar los detalles mínimos que se hacen grandes en secuencia de lo que involucra la pasión por el encuadre a medida, la acción a tiempo, el enfoque en planos puntuales, la satisfacción en el sonar de la claqueta.

 

Así Truffaut fue haciendo de este film una verdadera sinfonía donde incluso con el propio estilo musical va dejando correr a la vista una extraordinaria composición que sólo te deja al final la frase emocionada de “yo quiero hacer una película!”

 

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El propio François Truffaut lo dijo alguna vez: «me han preguntado cien veces este año ¿no tiene miedo de haber arruinado el misterio de un oficio que usted quiere tanto?, y cada vez les he respondido que un aviador puede explicar todo lo que sabe sobre pilotear un avión pero nunca conseguirá desmitificar la maravilla de volar». Y es verdad aquí con todos los detalles al descubierto lo único que genera es una complicidad y alegría al seguir uno maravillándose con el cine.

 

Aquí cada personaje el real y el del interior a la película nos generan empatía instantánea con planos conmovedores de una Jacqueline Bisset  que llega como una canción con sus frases precisas como esta: «consíganme un gato que sepa actuar». Sin duda es una de las mejores películas sobre cine que uno puede encontrar pues es una demostración de la vida real en vista a personajes particulares que encuentran en la acción de crear nuevas historias desbordes de las propias.

 

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Uno de los mejores personajes: el conmovedor director Ferrand (el propio François Truffaut), quien demuestra la perspicacia que todo artesano mayor debe tener sobre su obra. La confusa estrella americana, el frío esposo siquiatra, el cinematógrafo con suerte, el actor inmaduro que Jean-Pierre Leaud luce hasta el final con el brillo de lo testarudo. Cada uno de ellos entregados en vida a la excursión de esta producción cinematográfica.

 

Película que debe quedar en la colección personal de quién encuentra en el cine una pasión que va más allá de sentarse a ver un resultado, el tallar cada escena, como en este caso en un set, situación que también enmarcó esta película, el fin de los grandes escenarios por la posibilidad, ahora innata, de una cámara al hombro.

 

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Igual cada una aventuras que encuentran detalles por tener en cuenta y que bien empezar viendo esta película que nos sumerge a la profundidad de una nostalgia cinematográfica del mismo Truffaut abierta a la nostalgia universal de un cinéfilo.

 

 

Por Beatriz Torres

 

 

 


Hospedando la crónica manera de hacer sentir espanto

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Roman Polanski – El inquilino (The Tenant, 1976)

La vida de Roman Polanski siempre ha estado marcada por el horror, el cual puesto en sus películas  lo ha llevado a ser reconocido como uno de los mejores creativos del género de suspenso: el thriller psicológico; y esta película, The Tenant, pone en certero manifiesto con limpios pavores que Polanski es el experto.

Y es así porque Polanski no sólo se remite a las sensaciones psicológicas como el miedo, la claustrofobia, la paranoia, la desesperación y miles de estados emocionales que danzan en libre albedrío mientras uno ve la película en sentido de detectarlas en los personajes y en la trama, como en darnos cuenta que cada aspecto tal cual nos involucra directamente. No sólo eso, Polanski apunta a toda nuestra anatomía, desde el pulso cardíaco hasta la náusea y los mareos reales de un cuadro clínico.

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La primera vez que vi esta película era mediodía y terminé con un malestar general que involucraba desde un dolor de cabeza desmedido hasta la inapetencia incluso sensaciones de asco y vértigo. Lo primero que pensé sin duda era qué genialidad de película acaba de ver que no sólo se limitaba al tiempo frente a la pantalla sino que sus efectos duraban más allá en extensiones mentales y físicas reales. Lo segundo que pensé fue la gran suerte que tuve de haberla vista a  la luz del día, a pesar de que con eso no disfruté del todo sus fotografía, pero algo me hacía temer que si el ambiente hubiera sido más propenso para el terror, yo hubiera quedado postrada a la cama bajo una sábana, sudando frío tal como Treskovsky, personaje de la película.

Antes de empezar a escribir esto la vi otra vez, ahora sí de noche. Mi idea fue la siguiente: como era la segunda vez que la veía, a pesar que ya habían pasado años, supuse que los efectos no serían los mismos, que todo lo manejaría superficialmente sin dejar de disfrutarla. Error. Eso me dejó pensando que quizás Polanski tenía algún hechizo clave para lograr este efecto, como digo no sólo viendo la película (que incluso viéndola no se siente tanto) sino al pararse luego de haberla terminado.

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The Tenant es, en principio, un supuesto final a una trilogía empezada por Polanski con su película Repulsión, trilogía que intenta recrear el miedo que se va incubando dentro del ser humano a pesar y también en conjunto con agentes externos reales o no, que dejan en claro la debilidad de la mente humana, la franja delgada de la sugestión y las interrogantes existenciales que generan tantos mitos y creencias místicas que hacen aún más propenso el pánico dentro de sus personajes.

Esta «trilogía de departamentos» (la cual incluye sin duda una de las más reconocidas obras de este director polaco: Rosemary’s Baby) llega a su máximo horror con The Tenant, pieza limpia y más que bien definida, pulida en cada detalle que no sólo involucra el terror sugestionado hasta la locura sino que Polanski lo envuelve bien con cierto humor negro pincelando la Ciudad de la Luz que anida prejuicios y códigos absurdos trazando posibilidades de oposiciones y riesgos.

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Treskovsky, interpretado por el propio Polanski es una muestra clara en sus características de rol, de lo que el director rescatando de la novela original de  Roland Topor (artista francés caracterizado por su elegante humor negro y su naturaleza surrealista) ha podido plantear con lujo en cuanto a los contrastes de lo cotidiano en un personaje casual sin mayores problemas dejando en claro que a veces la ingenuidad y el equilibrio pueden convertirse, en parte, en el enemigo imprevisto de un terror heredado de las circunstancias menos reveladoras.

Y aquí Polanski maneja en técnica tres aspectos fundamentales para lograr este thriller bizarro: la percepción psicológica, el simbolismo y la disonancia narrativa cada cual en temas que van desarrollando la historia desde un pasillo, escaleras, ventanas, cada parte de un todo que genera el concepto de forastero al tiempo de acceder la opción en un estado mínimo de sentirse en las mismas coordenadas. Para esto el personaje Treskovsky es visualmente una clave del proceso psicológico, el cursor que va llevando entre claves del guión, los símbolos de una historia enigmática donde los finales suelen disfrazarse de círculos comienzos que indican las características del ser humano revolcándolas hasta el paroxismo de lo lógico y familiar, situación que se transfiere mágicamente hasta nosotros.

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Técnicamente la película está en el punto ideal con el equilibrio entre la fotografía y cámara. Los colores en tono sugeridos en un nivel que encontrándose corrientes sugieren el misterio y lo tétrico de aquél extraño edificio en conjunto con las sombras y contrastes de la vista de sus demás inquilinos. En sí Polanski hace de París un lugar a semitonos que sugiere más lo ordinario del día a día y aún más remarcado a la visión de un simple ciudadano extranjero. Aquél ambiente que logra relucir con su tiniebla es cuadro convexo para sus personajes que sobresalen con sus actitudes engañosas y macabras entre tanto en contraparte de los personajes externos de ese mundo habitacional se muestran en tono antagonista dando pizcas de una vida en rebelión con todo el concepto que Polanski incluye en el cuarto de Treskovsky con sus ambientes y experiencias.

No sólo el director se luce en la interpretación de este papel atormentado, sino también Isabelle Adjani demuestra una claridad asombrosa con su personaje entre su estar y estar a medias, igual  Melvyn Douglas y Shelley Winters (en el papel de casero y portera, respectivamente) logran un estado sombrío, turbio resultando pérfidos y ásperos hasta el extremo. A su vez cada uno sabe manejar aquél punto intermedio de las situaciones habituales y exageradas de los compromisos que lo atan a sus enmascaradas intenciones. Así esta película entre detalles múltiples incluido los silencios, punzadas sonoras y aullidos penetrantes nos generan la sensación de pesadilla y lo increíble que resulta el poder de la paranoia.

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Polanski luego de eso ha entregado distintas películas, incluso una ganadora del Oscar, pero no cabe duda que esta época marcada por sus intenciones de dejar plasmado sus inquietudes con los comportamientos humanos dentro de la sociedad, partiendo del nido principal en la mente de cada quién sugestionada a símbolos inscritos por el propio ciudadano, nos ha dejado una muestra de un cine extraordinario a pesar de la mala experiencia física al verlas (aunque con el mayor placer de experimentarlas) un estilo que talla y deja la marca en la historia del cine.

Por Beatriz Torres


cuando scorsese estaba llegando

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Martin Scorcese – Alicia no Vive Aqui (Alice Doesn’t Live Here Anymore, 1974)

1974. Los setenta en el cine marca una historia de cambio, cambios que se dan no sólo por el giro social entre el rock and roll, las visiones del sexo y las drogas, o las posiciones de roles en la vida a diaria, o también sin duda los problemas de las productoras que se dedicaron a incrementar verdaderas taquilleras que además empezaban a dar brotes a películas ahora históricas en todos los géneros, drama, ficción, acción o romántica. Y eso tanto porque diversos directores empezaban a tomar cuerpo con sus estilos y perspectivas, Scorsese fue uno de ellos, que en la época sacó  varias de las mejores películas que se le reconoce entre ellas Mean Streets (1973) y Taxi Driver (1976). Pero ahí justo en el medio Scorsese dio a luz una película que a pedido de Ellen Burstyn (Requiem por un sueño) dirigió a su manera explorando en un drama muy alejado a lo suyo si lo vemos ahora dentro de un contexto global de su filmografía.

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Alicia ya no vive aquí es la historia de intentos, de motivaciones y caminos que se quedan siempre como una broma no entendida. Esta era ya una cuarta película, la segunda que hacía por la motivación de alguien más, la primera claro fue Boxcar Bertha, otra sacada de la línea que ya luego se le conoce a Socrsese, pero que gracias al productor Roger Corman (serie B) logró experimentar y hacernos ver también con ese corte que Scorsese es un director todo terreno. Pero con Alicia logramos identificar más el sello Scorsese, y es algo extraño, pues recién empezaba y ya marcaba un estilo que se empezó a ver claramente con su primer largometraje Who´s that knocking at my door?

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Aquí en Alicia se encuentra más que fondo, formas, pues el fondo la historia que no se logra concretar de manera creciente y deja todo quizás muy claro en lo mismo que nada se logra con un mayor entusiasmo que toques de romanticismo. Eso de las formas pues no sólo queda en detalle que Scorsese involucra de manera técnica como los contrastes al inicio que te dejan absorto como si estuvieras presenciando un sueño, o ambiental, en el caso de escenas donde la rutina se ve desde afuera o la melomanía que ya se le conoce, cada canción puesta tan no sólo de manera precisa sino casi brillante lo que hace a veces aún más por la escena que el propio fondo mezclando todo casi de manera plástica.

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Puede verse entonces que en esta película Scorsese experimenta con los aspectos psicológicos de los personajes de una manera contemplativa sin tanta inclusión del espectador, lo que la hace un poco salvo si alguna relación se logre ver desde un punto de vista en particular donde se podría rescatar el caso de madre-hijo, soporte casual de la historia, pues Alicia en realidad construye un camino, o lo intenta, para ella, lo que hace ese estado de maternidad un conflicto a manera de contradicción. Una película que plantea emociones y necesidades de manera floja por ratos pero que logra darnos salpicadas reacciones no inmediatas que sí hacen de esta película una opción Scorsese que se tiene que ver pues la identificación con el estilo posterior encuentra ahí ciertos principios elocuentes que no dejan de ser atractivos.

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Alicia ya no vive aquí está puesta por Scorsese de manera tan real como pueda ser aquél personaje con una Ellen Burstyn que luce el drama en esta historia no siendo del todo dramática sino incluyendo los estados de rigor que su papel necesitaba y no se puede negar lo bien que lo hizo, lo que la hizo ganar un Oscar a mejor actriz por esta película. La actuación que complementa la historia es la Kris Kristofferson, que Scorsese logra dirigir para que él llegue a ser el punto distante que circula la intención de la historia en fin.

Como dije antes, no es un clásico de Scorsese por como ya sabemos que luego fueron sus películas pero es un buen ejercicio en paralelo que sirve de mucho ver para quién quiera no sólo saber o conocer más de este director sino para entender y contemplar aún más la evolución del cine y de las grandes influencias de la historia y del tiempo.

Por Beatriz Torres


placer por asesinar

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Dario Argento – El Pájaro de las Plumas de Cristal (L’Ucello Dalle Plume di Cristallo, 1970)

Dario Argento es un cineasta italiano especializado en el cine de terror. Ya sea este en su vertiente sobrenatural como en las películas de asesinos, lo interesante en el cine de Argento es que sabe como crear ambientes extraños y terroríficos a partir de elementos tan puramente cinematográficos como los encuadres o la utilización de la música, algo importantísimo en el trabajo del director.

Sin lugar a dudas, su mejor trabajo es Suspiria, una cinta donde una chica entra a un conservatorio musical manejado por brujas. En esa película, el estilo recargado de los escenarios, con colores fuertes y chillones (ya sea el rosa o el rojo), que contrastan muchas veces con la total oscuridad que hay fuera de ellos (los ambientes exteriores, como el bosque en el cual se encuentra ubicado el conservatorio), además de la música interpretada por el grupo Goblin, daban lugar a una película que creaba un ambiente cargado y tenso, que daba miedo en serio.

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Argento, sin embargo, es también un especialista en el Giallo, una forma del thriller pero desarrollado en Italia. Este subgénero tiene unas características básicas: se tratan de películas donde hay que resolver una serie de asesinatos, algo típico en el thriller de asesinos en serie.

Lo interesante es que el giallo se caracteriza por mostrar esos crímenes de las formas más crudas posibles, haciendo gala de una estilización no muy común en el thriller americano, por ejemplo. Los asesinatos son largos y sangrientos, lo que puede resultar un verdadero placer cinéfilo si están bien filmados.

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El pájaro de las plumas de Cristal (1970) es la primera película de Dario Argento. Se trata de un giallo hecho y derecho: un escritor norteamericano que vive en Roma presencia, el día antes de regresar a su país, el intento de asesinato de una mujer en una galería de arte. La policía, que anda buscando a un asesino en serie de mujeres, lo interroga, y el escrito está seguro que hay algo ocurrido en la escena del crimen que no puede recordar con claridad.

Poco a poco, el protagonista se dará cuenta que él y su enamorada son las próximas víctimas del asesino. El pájaro de las plumas… marca las pautas de lo que será el cine de Argento en el futuro. Estamos ante un giallo que, argumentalmente, no tiene mucha originalidad en su planteamiento. Pero lo que importa en el cine del italiano no es tanto lo que cuenta, sino como lo cuenta.

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Por ejemplo, uno de los recursos que utiliza el director es el alumbrar de forma fuerte una parte del encuadre y dejando al resto en total oscuridad, lo que crea un contraste que marca la tensión, como si el personaje que está encerrado en el círculo de luz no tuviera forma de salir de él, como si ya estuviera condenado.

Eso es muy marcado en la escena del asesinato en la galería de arte, donde lo que importa es lo que ocurre en la galería (lo visible, lo que el protagonista puede ver), mientras que el exterior es poco claro, difuso, creado a partir de sombras. A Argento le gusta jugar con la idea de lo visible, de lo que puede ser visto por nuestros ojos.

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No es gratuito, por ejemplo, su interés por las tomas subjetivas, o por lo que ocurre en el segundo plano del encuadre. Argento es alguien que, para ir generando un ambiente macabro, va alargando las secuencias a partir de recursos que ponen al espectador en el lugar de la presunta víctima, peor también en el lugar del asesino que observa y que espía.

El juego con el punto de vista genera una cierta ambigüedad que va creando tensión: ya sea el saber, a partir de los ojos de la víctima, que el asesino va a atacar en cualquier momento, como el estar observando a la próxima atacada desde el punto e vista del asesino, genera ambiente.

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Muchas veces Sargento pasa de la subjetiva de la victima en estado relajado, haciendo su rutina, a la subjetiva del asesino a punto de atacar. De la misma forma, la forma de filmar los asesinatos es notable. Hay algo en la forma de encuadrar y de filmar de Argento que resulta casi claustrofóbica.

El director planifica sus asesinatos a partir de planos que dejan observar los espacios casi simétricos en los cuáles se desarrollan sus historias. Las líneas rectas de los escenarios, resaltadas a partir de una cámara fija que va creando un especie de inmovilidad en el encuadre, van creando una especie de juego geométrico y laberíntico del cual la víctima pareciera no salir.

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Argento fija los escenarios, los va volviendo simétricos y repetitivos, como una suerte de maquinaria perversa de la cual las víctimas no podrán salir. El uso de la cámara fija en esos momentos es esencial, en tanto es el elemento que permite fijar la imagen, transformándola en una especie de encierro para el personaje, como si no pudiera salir de la situación. El pájaro de las plumas de cristal es la primera muestra de una de las más interesantes filmografías del cine de terror: la de Dario Argento.

Por Rodrigo Bedoya


Looking For Richard

 

Tony Richardson – Mirando Hacia Atrás Con Ira (Look Back In Anger, 1958)

 

Hay un momento en la cinta dirigida por Tony Richardson en el que Jimmy, acompañado por Helena, está sentado en la butaca de un cine ante una película que muestra acciones del ejército inglés. Su reacción no puede sorprender ya al espectador: es la exteriorización de una frustración que así halla un sentido, la nueva manifestación de una razón antigua. Jimmy Porter, el antihéroe encarnado en Richard Burton, es una conciencia cansada de gritar en silencio. Por eso actúa en vano.

 

 

Una adaptación cinematográfica

 

Es muy difícil hablar de esta pieza fundacional del Free Cinema sin referirse a su origen, más prestigioso si cabe. Look Back in Anger supuso un punto de inflexión en la escena cultural británica de la posguerra, todo un acontecimiento social. (Su estreno en 1956 hace eco de aquél de A Streetcar Named Desire al otro lado del Atlántico en 1947, pero en el sentido sociológico resulta más legítimo: Marlon Brando, el joven intérprete del drama de Tennessee Williams y Elia Kazan, convirtió al antagonista en el Jimmy Porter americano.)

 

Su autor, John Osborne, además de reanimar al teatro inglés patentó el arquetipo de los angry young men, éste un término que bastaría para referirse a escritores como él o actores como Albert Finney, pero que en principio era la definición compendiosa de los héroes inadaptados, aquellos álter egos de las masas proletarias de la nueva generación, desheredada o espiritualmente huérfana, que encontraron en Jimmy Porter alguien que actuaba por ellos pues sentía como ellos; no importaba que fuese el personaje de una ficción literaria.*

 

 

 

Vaya si la relación entre Richardson y Osborne parece un trasunto de la dupla Williams-Kazan. Juntos se propusieron hacer de Look Back in Anger una película que repitiera el suceso que había logrado el montaje teatral, dirigido por el propio Richardson. Sería el primer largometraje de éste y la primera aventura fílmica de Osborne; el dramaturgo escribió el guión con Nigel Kneale, aunque no aparece acreditado.

 

Como el Stanley Kowalski original de A Streetcar Named Desire, Brando, el protagonista volvería a ser Jimmy Porter himself, un Richard Burton exquisitamente talentoso. Y, a pesar de que en la época su tibio éxito constituyó cierta decepción, con el transcurso del tiempo esta realización se ha situado en el centro de la fama del Free Cinema, casi como la adaptación mejor recibida en su tiempo de Kazan encontró cierta independencia respecto de su leyenda neoyorquina.

 

 

Unas impresiones personales

 

Yo sabía algunas cosas de Look Back in Anger, pero ésta ha sido la primera vez que he tenido un contacto directo con su argumento, pues no la he leído ni he visto ninguna producción teatral o televisiva. Mi entusiasmo inicial cedió a un desconcierto irritante durante la primera parte de la película, pues en mi ingenuidad debo de haber esperado algo menos realista, más romántico, un Rebel Without a Cause o From Here to Eternity británico. Pero también la incertidumbre cedió y fui asimilando la dificultad de una obra tan áspera e invisiblemente esperanzada.

 

 

 

La claustrofobia que transmite casi cada fotograma de Look Back in Anger es diferente de la de otras adaptaciones del teatro. Se trata de rostros más que de espacios. No sé si el drama de Osborne tiene la plasticidad o el carácter contemplativo que percibí, pero sin duda y desde sus primeras imágenes la película tiene un ritmo insólitamente visual. Durante los primeros diez o quince minutos no se oye un solo diálogo.

 

Además, el guión y la dirección ya se las han arreglado para establecer una estructura que hace de la historia un rompecabezas en base a piezas que antes parecen sugerencias o pistas de un film noir, y que después se observan cuales son. En virtud de tal estilo los sonidos cobran una magnitud singular: la amargura detrás de una melodiosa trompeta se duplica, una campana tañe como un trueno del infierno… sobre todo si la magnífica voz de Burton nos convence de ello.

 

Ese realismo dostoievskiano tiene en la figura de Jimmy Porter su Karamazov, y más que sus parlamentos es su rostro lo que nos conmueve. Esas maneras, esos gestos, ese perfil de ave de presa, esa tosquedad de oso ermitaño. Esos ojos esmeraldas, en fin, que revelan su enorme vulnerabilidad. Porque si hay algo tan legendario como la desesperada voz de Burton, tal es su mirada. Aparte de Brando, pocos, poquísimos otros intérpretes han sido tan elocuentes en el silencio, y a costa de su genio vocal, como el majestuoso galés.

 

 

 

Sin embargo, también es cierto que Jimmy Porter lo fue siempre todo en Look Back in Anger. Me explico: él es su protagonista absoluto, es más, toda la pieza; en esos términos, una variación contemporánea de Hamlet ejecutada por uno de sus más populares intérpretes. Los demás personajes, bien vistos, son comparsas o satélites que las leyes hacen de una u otra forma necesarios. Pero, a pesar de la humanidad que transmiten Cliff o Allison, Jimmy Porter es demasiado interesante para prestarles más atención.

 

El nihilismo, la misoginia, el cinismo de su protagonista lo impregna todo, y por esto la película tenía que ser así, abstrusa desde la superficie de sus imágenes. Lo complicado de lo sencillo, porque no hay artificios inútiles, sólo una fluidez gris, una cambiante perpetuidad y un algo ensimismado, como el virtual autismo que el propio Jimmy exhibe a veces. Sólo matices de negro y en ocasiones la luz de un mediocre día. El dramatismo persigue a la esquiva realidad, pedestre y trágica, pero el tono en ningún momento se exaspera; sólo permite la distinción del sufrimiento.

 

Supongo que Look Back in Anger debe de haber “perdido” algo en el trayecto, al igual que todo teatro selecto o conspicuo desde la adaptación de Henry V dirigida por Laurence Olivier hasta la de Glengarry Glen Ross realizada por James Foley. También supongo que el largometraje de Richardson y Osborne tiene algún acierto en común con esas exitosas versiones, pues el resultado es bastante satisfactorio en el sentido cinematográfico. La opción misma del blanco y negro, que entonces fue quizá más una imposición que una elección, es totalmente lógica, con esas reminiscencias tenebristas que enlazan con el conflicto religioso subyacente.

 

 

 

No hay actores moviéndose en un escenario y siendo filmados, sino actores/personajes que parecen vivos, porque además de sus persuasivos recursos y tal vez a pesar de sus admirables continentes (la inevitablemente hermosa Helena de Claire Bloom y el imponente y masculino Burton recuerdan lo sublime del arte) hay un punto de vista espontáneo que diestramente los sigue cuando están vendiendo caramelos en el mercado o haciendo una audición.

 

El notable trabajo del director Oswald Morris, quien volvería a colaborar con realizador y escritor en The Entertainer (1960), es crucial y como adelanté líneas arriba sus close-ups son la mitad de la puesta en escena. También es destacable la ambientación, del departamento de los Porter en particular, convenientemente naturalista y naturalistamente efectiva. Y el montaje de las escenas, que origina una continuidad cargada de subjetivismo. Impresionismo y Naturalismo son, evidentemente, los polos que delimitan la expresión más pura de esta radical ilustración de la obra de Osborne.

 

No se puede olvidar que Look Back in Anger parte de un poderoso texto dramático y paralelamente al discurrir de sus planos el conjunto de los parlamentos, no muy avanzado el metraje, amenaza con desbordarse, en irónica compensación de su prolongado mutismo inicial. Este exceso aparente o cierto, tal agobio, se debe en buena medida a la ferocidad de Porter. No obstante, es precisamente la correspondencia entre la puesta en escena y la naturaleza retórica de los personajes lo que impulsa esta película, que logra comunicar la verdad de su protagonista, víctima de sus circunstancias tanto como de sí mismo. Claro, se tiene que recorrer un considerable trecho para descubrirlo, ya que este émulo intelectual de Brando es literalmente un hueso duro de roer.

 

 

 

Jimmy Porter no es un izquierdista intransigente sino alguien que pretende rebelarse contra las convenciones a su manera. Por eso está casado con una muchacha de clase superior (a quien maltrata y consigue torturar) o se mofa del colonialismo de su gobierno en la penumbra de una sala pública.** Su capacidad es limitada y él lo sabe; por eso su ayuda del comerciante discriminado es un fracaso previsible, lógico, cuando menos normal.

 

Es un hombre solo, y sus diatribas sólo pueden fecundar en una realidad paralela, desde un tablado o a través de una pantalla, como en nuestro caso. Look Back in Anger es el documento espiritual de una época en un país, que refleja, como su textura unos días iguales a todos, los conflictos de los hombres de todas las épocas en las sociedades que les han tocado en suerte; y es, last but not least, una sorpresiva invitación a no perder los últimos rezagos de fe que nos queden en el organismo.

 

 

 

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* La penetración popular del drama de Osborne, mucho más allá de esta inmediata adaptación (1958) y de las producciones televisivas que también inspiró, es constatable en la veleidosa y siempre fiel a sí misma cultura juvenil. Por ejemplo, uno de los abanderados del finisecular BritPop, la banda de extracción obrera Oasis, tituló uno de sus grandes éxitos «Don’t Look Back In Anger».

 

** Porter observa un documental sobre la Crisis de Suez, el evento político clave de su generación.

 

 

 

Por Christian Doig


El juego de los niños tristes

 

Jean-Luc Godard –  Pierrot El Loco (Pierrot Le Fou, 1965)

 

La nueva ola se caracterizó, en buena parte de sus películas, por basarse en ciertas historias policiales norteamericanas. Y es que la influencia clásica que tenía la nouvelle vague es notoria en muchas de sus películas (Disparen sobre el pianista de Truffaut, Sin aliento de Godard), donde la anécdota criminal era la base de l película.

 

Pero justamente lo que resulta apasionante de la forma de hacer cine de los cineastas más representativos de esta corriente es la forma en la cual lo clásico es subvertido y contado desde una perspectiva para nada clásica. Eso es lo que ocurre con Pierrot le fou, de Jean-Luc Godard.

 

 

La historia de Pierrot le fou es muy simple: un hombre, Ferdinand, aburrido de su vida burguesa, decide huir con Marianne, su ex amante, en un viaje por Francia. Ambos son perseguidos por unos sicarios magrebíes, que buscan a la chica, la cual está envuelta en pasados turbios. Poco a poco los personajes se irán aburriendo de su ritmo de vida: Marianne solo busca divertirse mientras que Ferdinand busca filosofar sobre la vida. Al final, la inminente traición de Marianne llevará la historia a un desenlace más bien trágico.

 

La película está basada en un obra policial de Lionel White. Se puede esperar, teniendo e cuenta la base sobre la cual se origina la película, que esta tendrá escenas de acción trepidantes y plot points que harán avanzar la historia en un creciente suspenso. Nada de esto ocurre en Pierrot le fou: no hay ningún momento en la película que busque generar tensión a partir de lo que estamos viendo. Por el contrario, las escenas que deberían generar mayor expectativa (el descubrimiento del cadáver, las escenas con los sicarios, el violento final) están absolutamente depuradas: nos son presentadas como un hecho más dentro de la película, como si no tuvieran la menor importancia dentro de lo que está pasando.

 

 

Godard depura los elementos que hacen girar el relato clásico de tal forma que cada situación aparezca como absolutamente normal, que está dentro e los parámetros de la vida misma e los personajes. De esta manera, el bailar, el caminar como el asesinar están en un mismo campo, aparecen igualados ante el espectador.

 

Incluso las actitudes de los mismos resultan extrañas: a Ferdinand lo torturan, lo traicionan, asesina y se venga, pero él no parece cambiar su tono impávido, como si nada de lo que ocurriera lo sorprendiera. El protagonista de la cinta aparece programado, como si todo lo que ocurriera fuera algo que no pudiera ocurrir de otra manera. Ese halo trágico y terminal, con personajes que leen, juegan y matan como si todo lo que hicieran no tuviera puesto que todo va a terminar de forma terrible, es lo que resulta apasionante de la película.

 

 

Godard reestructura el policial clásico eliminándole lo que resulta más característico en él: sus momentos de tensión y sus plot points. Nada en la cinta resulta tenso: por el contrario, las escenas en las cuales Ferdinand y Marianne caminan por el campo o por la playa son filamadas de la misma forma que las escenas violentas. Todo aparece relajado o distendido en Pierrot le fou: desde sus personajes, que parecen darles lo mismo ser perseguidos por asesino o no, hasta la puesta en escena, que nunca genera tensión o ansiedad a partir de los recursos típicos del policial. La película entonces aparece como un gran juego, como la última forma de diversión de dos personajes que saben que no tienen mucho tiempo y que viven lo peligroso y lo lúdico en un mismo nivel, y que no se emocionan ni se asustan ante lo que tienen en frente. 

 

Pero existe otro elemento que resulta importantísimo en la nouvelle vague, y que es la complicidad que se genera entre el espectador y lo que se ve en pantalla. Hay dos momentos que resultan ejemplares en ese aspecto: el primero en cuando Ferdinand le pregunta a Marianne si no se da cuenta que los espectadores la están mirando. Ella, de pronto, volta y mira hacia la cámara.

 

 

El otro momento es cuando Ferdiand le pregunta a Marianne si lo ama. Ella responde que sí pero mira con complicidad hacia la cámara. Godad busca justamente trabajar a partir de los artificios del cine, rompiendo los límites de lo diegético. Los personajes entran y salen de la historia creando lazos con el espectador, lo que hace que la cinta gire sobre su propio artificio, sobre su propia forma de ser.

 

Pero no solo vemos este intento de señalar el artificio del cine en la complicidad que se crea con los espectadores: el uso de la música, por ejemplo, es también muy importante, en tanto está aparece de pronto y es cortada de la nada, sin la menor transición. La música, que muchas veces es muy envolvente y refuerza el tono trágico anteriormente mencionado, de pronto es cortada abruptamente.

 

 

La película, de esta forma, llama la atención sobre su propia materia, sobre su propia capacidad generar y crear mundos: lo diegético y lo extra diégetico se confunden, los elementos que sirven para generar ambientes son de la nada eliminados. Godard, tal como sus personajes, juega a hacer cine, a llamar la atención sobre la propia materialidad que componen los recursos narrativos propios del arte. Pierrot le fou es, de esta manera, una película que reflexiona no sólo sobre el relato clásico y como depurarlo, sino también sobre los recursos formales del cine y su uso. Todo es arriesgado en esta gran película del gran Jean-Luc Godard.

 

Rodrigo Bedoya


CONTRA EL VIENTO

 

Sidney Pollack – Un Instante, Una Vida (Bobby Deerfield, 1977)

Sydney Pollack (Indiana, 1934 – Los Angeles, 2008) fue un artesano liberal, ajustado al modelo del narrador clásico norteamericano, dotado de un gracioso ímpetu juvenil y comprometido con las causas más progresistas de su tiempo. Pollack también fue miembro de la generación de directores formados en la televisión (v.gr. Sidney Lumet, Sam Peckinpah, Robert Altman, Martin Ritt, John Frankenheimer) que encontró en las «olas» cinematográficas así como en la novela y el teatro románticos, las grandes influencias de su cine, cuyo primer tercio preferimos.

Dentro de ese período, Sydney Pollack logró la que sería su obra maestra: Un instante, una vida (Bobby Deerfield, 1977), una película distinta dentro de la gran producción norteamericana de ese año (v.gr. La guerra de las galaxias, Encuentros cercanos del tercer tipo, Fiebre de sábado por la noche) y como todo lo distinto incomprendido también. El sistema de noticias virtual así como los medios impresos han informado con mucha irresponsabilidad sobre el fallecimiento de Pollack y sobre su filmografía

Esto nos lleva a caer en la cuenta que -con honrosas excepciones- los periodistas del mundo no conocen la obra de este interesante realizador. Y es una lástima porque los cinéfilos que escribimos sobre cine, tenemos que ser operadores entre la realidad y la ficción. Precisamos documentarlo todo, incluso lo que ignoramos. Ese es el precio en este negocio. De manera que el presente texto no es un panegírico ex post, ni un obituario notarial. Solo un gesto espontáneo. Hace unos años escribí en un medio local «Nadie hablará de Sydney Pollack cuando haya muerto, sino solo en mérito a Un instante, una vida«. Esa es la tarea que corresponde hacer en este momento.

Tomando como referencia una novela del escritor alemán de principios del siglo XX Erich María Remarque, el realizador narra con trazo seguro la historia de un afamado piloto de Fórmula 1, el norteamericano Bobby Deerfield, quien encontrándose en Europa en pleno Campeonato Mundial sufre un accidente de circuito provocando la muerte de su compañero de escudería. Bobby Deerfield (magistral Al Pacino), taimado, con gran sentimiento de culpa y lleno de superstición recorre los caminos transalpinos en su lujoso Alfa Romeo, buscando recomponer su vida y la de los que lo rodea.

De modo sutil y repentino aparece Lillian (formidable interpretación de Marthe Keller) una bella y extrovertida mujer -el reverso de Bobby- que lo enamorará y se alejará de él repetidas veces. Hasta que en medio del torbellino del juego, la película nos descubrirá su enfermedad incurable y el viaje interior de Bobby al encuentro de sí mismo. Esta historia llena de dolor y catársis tiene en Europa y en su paisaje, pero sobre todo en las competencias de Fórmula 1, una correspondencia sorprendente. Los ecos de la tragedia de Hockenheimm donde el piloto Niki Lauda salvo de morir; o las líricas sobre aquel accidente del ex Beatle George Harrison en Blow Away; la consolidación económica europea en los setenta; o el romance entre Pacino y Keller, son circunstancias concomitantes en este mágnum opus. Lo más destacable -entiendo- es que un director como Sydney Pollack, consecuente con su formación y con sus filias, consolidó en imágenes el desasosiego, la abulia, la agonía adulto-contemporánea a partir de un registro asordinado, sui generis en el cine americano.

Los silencios, los tonos invernales de la fotografía, las miradas acuosas de Pacino y Keller -que están tan contenidos, tan en clave baja- no son producto del cálculo «europeísta» como equivocadamente se ha señalado sino corresponden a la observación madura del cineasta en relación a los sentimientos vivos de las parejas, que tanto le atraían desde Una mujer sin horizonte (1966) y Nuestros años felices (1973).

Además debe recordarse que sin ser una película deportiva, Bobby Deerfield está contextualizada en el mundo de la Fórmula 1 y no por dirigismo se desarrolla en Suiza, Italia y Alemania. Un web site peruano ensaya una justificación a la excepcionalidad de Un instante, una vida indicando: «…casi un viaje de placer y reflexión hacia la fantaseada Europa y su tradición, especialmente la Mediterránea…Una película que decepcionó y aburrió a no pocos…».

Corresponde formular algunas aclaraciones. Sydney Pollack no se sentía un autor por eso no arriesgó su prestigio aquí. No lo necesitaba. Era un artesano de géneros. Solo eso. Tampoco puede decirse alegremente que la película sub examine no es americana. La evidencia palmaria de lo contrario es que Un instante, una vida -en la gran tradición del cine estadounidense- es un melodrama romántico como Algo para recordar, La condesa descalza o Té y simpatía. Está a ese nivel por lo terso de su narrativa, por la fluidez del relato, por su arquitectura dramática.

A tenor de lo que escribe el crítico aludido, Operación Yakuza también sería un viaje de placer y reflexión, así como Africa mía o Havana, ésta última en un registro bastante inferior. Pero no lo creemos. Los grandes realizadores -desde Lubitsch a Hawks- han sabido contextualizar las historias sin necesidad de impostar un estilo. El director de Los tres días del cóndor (1975) no fue la excepción por lo que sugerimos revisar intensamente su filmografía antes de incurrir en medias verdades.

Finalmente, creemos que mucha agua corrió bajo el puente desde el momento en que la crítica se rindió a Un instante, una vida y terminó denostando La intérprete (2006). Antes de su muerte, Pollack, como la mayoría de sus compañeros de generación, vivía en sus cuarteles de invierno y su obra estaba acabada. Este ciclo natural en la vida de las personas nos debe llevar a vislumbrar y a comprender su trascendencia. Cada vez que reviso Bobby Deerfield concluyo en su carácter excepcional, profundo, contenido, concentrador de sentimientos, verista en su aproximación al «catatonismo espiritual».

Y, por cierto, concluyo que Sydney Pollack fue un gran director. Y para ser un gran director no se necesita ser Tarkovski o Dreyer, con todo el cariño y la admiración que me merecen esos dos maestros. Porque Don Siegel y Edgar G. Ulmer, y Darío Argento y Johnnie To son también realizadores espléndidos. En otras palabras la maestría no la concede el trascendentalismo de modo exclusivo, sino también el ejercicio metódico del cine de géneros. En tal sentido, Sydney Pollack fue un orfebre inspiradísimo, continuador de los hallazgos de otros, pero sobre todo dueño de una voz personal penetrante, sugerente, digna de ser evocada a cada momento.

Óscar Contreras


El ritual de la desconfianza

Arthur Penn – The Chase (La Jauría Humana, 1966)

La jauría Humana, de Arthur Penn, es una película apasionante. La cinta del año 1966 y es un drama sobre relaciones humanas y sobre situaciones que buscan mostrar una aparente normalidad pero que esconden, por debajo, toda una serie de tensiones y de odios (que van desde las clases sociales hasta las cuestiones de raza) que van mostrándose y desarticulando a los habitantes del pueblo en donde ocurre la historia.

La película nos narra la historia del Sheriff Calder (Marlos Brando), el encargado de velar por la seguridad de un pequeño pueblo petrolero en Texas, que es controlado por un magnate. El escape de prisión de Bubber (Robert Redford), un viejo conocido del pueblo, hará que el magnate busque a cualquier precio deshacerse de él para proteger a su hijo, que está teniendo un amorío con la mujer del reo. Todas estas situaciones se ven retratadas a lo largo de una noche en la cual los habitantes del pueblo (todos trabajadores de las empresas del magnate) están en plena juerga, lo que hará que salgan los sentimientos más obscuros y primitivos de cada personaje. El pueblo entero tratará de encontrar a Bubber, lo que traerá consigo resultados terribles para todos.

La Jauría humana tiene su línea argumental principal en la búsqueda que hace un pueblo entero de un delincuente. Sin embargo, esta premisa resulta una simple anécdota: no importan tanto las acción o la búsqueda en sí, sino como esa búsqueda desnuda las conductas y revela los secretos de los habitantes de un pueblo. A Arthur Penn parece no interesarle tanto la acción en sí, sino más bien en ir explorando lo que se esconde detrás de una aparente normalidad.

Y lo que resulta apasionante es justamente como la puesta en escena va metiéndonos en este mundo de infidelidades y desconfianzas, de favores que deben ser devueltos y de dependencias hacia los poderosos. Penn filma con una cámara siempre estática, que parece nunca sobresaltarse ante nada. Cada encuadre parece compuesto de tal forma que todo esté simétrico, que cada escenario aparezca especialmente ordenado, compuesto. Nada sobresale dentro del encuadre: todo mantiene un orden que asfixia.

Y, sin embargo, vemos como los personajes se engañan, se pegan, se emborrachan y se atacan. Es como si la puesta en escena asfixiara las situaciones, buscando mantenerlas dentro de una aparente normalidad, de una aparente corrección. Nada puede salir fuera del orden establecido, y son justamente los encuadres fijos y la recargada composición los que va manteniendo ese orden.

La escena de la fiesta, que es justamente donde los personajes aparecen más sobresaltados y ebrios, nunca se contagia del ambiente reinante: por el contrario, Penn se mantiene distante de las situaciones, de los diálogos y de las tensiones, como fijándolas en el tiempo, generando un ritual que se basa en la violencia y en el engaño. La película filma el maltrato (la forma en la cual los invitados de la juerga se burlan del personaje de Robert Duvall) y la violencia (los disparos al aire de los personajes ebrios) como si fuera meros juegos, cosas con las cuales uno se puede reír, y es en ese sentido que la cinta resulta inquietante.

Las relaciones que se entablan entre los protagonistas se basan en la misma lógica: la desconfianza reinante se da entre maridos y esposas, entre jefes y empleados, entre habitantes y autoridad. Es muy interesante como Penn plantea toda una red de pequeños detalles que van marcando las diferencias y los odios: el hecho de ser invitado a una fiesta a la que otros no han sido invitados o el bailar con alguien ya son, de por sí, elementos que generan desconfianza y resentimientos entre los personajes.

La película nunca grita las diferencias: por el contrario, las deja ahí, escondidas dentro de diálogos tan banales como el saludo al jefe o una borrachera.  Lo cotidiano, de esta forma, se ve infectado por el resentimiento general que cae encima de los habitantes del pueblo, lo que genera una tensión y una incomodidad permanentes en las situaciones más banales.

Penn, a su vez, marca en la puesta en escena las diferencias que pueden existir entre lo público y lo privado: la película se mete en ambos mundos, mostrándonos lo que los personajes se dicen y lo que hacen. Es de esta forma que nos enteramos de las infidelidades y los resentimientos de los personajes. Lo interesante es que tanto lo privado como lo público están filmados de la misma manera: la cámara siempre distante y quieta.

Es casi como si le director quisiera igualar ambos aspectos de la vida, tratando de normalizarlos. Nada puede salir de lo normal, cada situación debe ser igualada. Es por eso que existe un fuerte desfase que entre lo que vemos en lo público y lo que de verdad ocurre: un desfase que, al ser igualado por la puesta en escena, aparece aún más evidente y por lo tanto más inquietante. La jauría humana es una película que susurra los malestares y los odios dentro de una comunidad, metiendo una careta de normalidad a situaciones que ya no tienen con que sostenerse.

Y cuando la situación explota y la violencia hace su aparición, la película no cambia de tono: la cámara sigue quieta, simplemente observando. La escena de la paliza a Marlon Brando o la situación final son la muestra de cómo ya nada puede escapar a la imposición del orden que rige en el pueblo, un orden que obliga a aparentar una normalidad que no es tal. Es en ese retrato tan descarnado y terrible en donde La jauría humana resulta verdaderamente satisfactoria.

Rodrigo Bedoya


LA DIVA INMORTAL

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Billy Wilder – Fedora, 1978

Billy Wilder fue el gran maestro de la comedia americana clásica. Un director vital y enérgico, poseedor de un sentido del humor muy germánico. Reconocible en los climas sobreexcitados de sus películas (la llamada «vulgaridad wilderiana), que acumulaba escenas emocionantes una a una, con un sentido funcional y abigarrado. Además Wilder, fue un hombre liberal que desarrolló su culto por el relato bien calibrado a partir de otras coloraturas genéricas como la comedia bélica (Stalag 17), el filme noir (Pacto de sangre) o la «tragedia cinematográfica» (Sunset Boulevard). Precisamente este última variante lo llevaría -en el crepúsculo su profesión- de regresó a Alemania para filmar Fedora (1978) otra obra maestra sobre el divismo hollywoodense.

Filme sobre el arte de la suplantación y las obsesiones post sistema de estudios, Fedora es un eslabón en la cadena de éxitos del director austro-húngaro que en la última etapa de su carrera prefirió moverse en la periferia del sistema de producción. De esa manera, Wilder le sacó la vuelta a los «productores barbudos» (Coppola, Lucas y Spielberg) y desarrolló una obra personalísima -sobre sus propias formulaciones y esencias-. La vida privada de Sherlock Holmes, Avanti! o Primera plana son demostraciones palmarias de esa libertad.

Que le llevaron a adaptar la novela de Tom Tyron, Fedora, y a trabajar nuevamente con William Holden en un rol de madurez como el productor Barry «Dutch» Detweiler que busca con obsesión a una retirada actriz del Hollywood clásico de los años 30 y 40 para ofrecerle un papel estelar en la nueva adaptación de Anna Karenina, que será su espectacular «come back». Al igual que la Norma Desmond que interpretara Gloria Swanson, Fedora (Marthe Keller – Hildegard Knef) es una diva que vive recluida contra su voluntad en una isla privada del Mar Egeo, junto a su médico privado, el Dr. Vando (José Ferrer) y una amiga, la anciana condesa Sobryanski. Rodeada por el mar, elevados cercos y perros guardianes, pocos son los que han visto a Fedora en los últimos 20 años. Esas pocas personas, atestiguan que la diva conserva su juventud y belleza de manera sorprendente, lo que la convierte en un personaje misterioso y esquivo.

Detweiler, atraído por la leyenda, quiere convocar a Fedora para su nueva aventura cinematográfica pero también quiere rescatarla: en realidad tuvo un affaire de juventud con ella, por eso la nostalgia lo impulsa hasta Grecia y hasta la tétrica corte de los milagros que rodea a la actriz.

La película se abre extraordinariamente con una secuencia de funeral. El funeral de Fedora. La magnética voz en de William Holden explica las razones de su presencia en las pompas fúnebres. Y entonces los flashbacks se sucederán uno tras otro buscando componer el identikit de una mujer esencial, que reconduce las corrientes narrativas del filme así como el temperamento del resto de personajes. Al igual que Bogart en La condeza descalza, Detweiler-Holden es el personaje pívot que maneja el relato y es testigo de las sorpresivas apariciones de la diva, ya en las ventanas de su mansión, ya comprando drogas de contrabando en los bazares griegos.

Se trata de una adaptación literaria que encuentra en la evocación, en los parlamentos bien estructurados, y en la imagen bruñida sus valores epicéntricos. Como si Billy Wilder se hubiera planteado negar y renunciar a toda la batería de efectos especiales. Desde el sonido monofónico, los viejos actores y la frugalidad de los espacios, el director quiere recuperar los insumos elementales del cine: la cámara, los actores y una buena historia. Porque Fedora es una historia muy triste de substitución, vejez, olvido y muerte. En el contexto de un Hollywood distinto, corporativo, que no ofrece segundas oportunidades para los actores veteranos sino a través de reescrituras de clásicos. Que un productor independiente como Detweiler pretende rodar. Y cuya única posibilidad es Fedora. Ese Hollywood rancio es objeto de una mirada lúcida y curiosa. Es balance y lista de espera. Apuesto a que Wilder no quería regresar a Viena para morir.

Fedora también es una historia de exilio (como el de Ingrid Bergman, Chaplin, Douglas Sirk y Welles) de alejamiento del mundo no sin cierto mood de resentimiento y hosquedad. No hay postales de Europa ni atardeceres relajantes aquí. Hay materia envejecida e inesperadamente recuperada, sí. Belleza madura como la de Marthe Keller, la actriz alemana quien junto a su pareja de entonces Al Pacino trabajara en esa obra maestra llamada Un instante, una vida. Y que compone una Fedora elegante, de voz nasal y susurrante, que particularmente me resulta atractiva.

En Lima, como en otras ciudades del mundo, Fedora se estreno con un retraso de hasta cinco años. Muchos vieron en ella el testamento fílmico de Billy Wilder hasta que se estrenó Compadres, pero esa es otra historia. Entonces todos esperábamos una última gran película del maestro que nunca llegó. Y en esa visión que combinaba lo amargo con lo ácido -como diría Louis B. Mayer- la jubilación y los jubiladeros de las estrellas nunca más volvieron a representarse mejor como en Fedora, una parábola sobre la vanidad, la búsqueda de la eterna juventud y la muerte.

Óscar Contreras 


Jazz para solitarios

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Francis Ford Coppola – The Conversation (La conversación, 1974)

La conversación (The conversation, 1974) de Francis Ford Coppola es una obra maestra. Cada visionado en el tiempo justifica un entusiasmo aún mayor al anterior. Y es que se tiene a la vista un thriller psicológico de entraña clásica y de estructura formal bastante avanzada para 1973. Un año muy fértil para el cine norteamericano por cintas jugadas a la intimidad como Espantapájaros de Jerry Schatzberg, Calles peligrosas de Martin Scorsese, Night Moves de Arthur Penn o Maridos de John Cassavettes. En razón a la influencia palmaria de Michelangelo Antonioni y Jean-Luc Godard –y de las “Olas” en general- la película materia de análisis conserva en cada plano la ilusión eterna del cine de autor en Hollywood. Ganadora de la Palma de Oro del Festival de Cannes, La conversación es superlativa por su ingeniería argumental y narrativa. Pero además es una cinta de perfil bajo o segunda línea, comparativamente pequeña en sus pretensiones respecto a la serie El padrino, por ejemplo. En otras palabras nos referimos a una película encubierta o “caleta” que todos pueden descubrir alguna vez.

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Menos expuesta a la explotación mediática actual, Coppola sigue amando a La conversación por ser un proyecto personal que fue macerando con paciencia, en una suerte de culminación de su proceso formativo, primero como artesano disciplinado de los grandes estudios y luego como un visionario en el negocio de las películas. Autor en el sentido más cahierista del término, dueño de un talento desbordante que eclipsaba su megalomanía autoconsciente, el cineasta se asoció empresarialmente con los directores William Friedkin (Contacto en Francia) y Peter Bogdanovich (La última película) y los tres fundaron la productora The Directors Company con la que querían imprimir una caligrafía revolucionaria, esencialmente cinéfila. Los primeros años de la década del setenta fueron primaverales en ese sentido, llenos de euforia y pasión; con los gremios profesionales de la industria del cine apostando vivamente por estos tres notables directores, por ser la encarnación viva del talento y la solvencia creativa.

La conversación, como Luna de papel y El salario del miedo, fue uno de los proyectos de The Directors Company. Pero el dinero gastado era mayor al recuperado, de manera que la empresa en pocos años naufragó. Coppola –siempre dos pasos adelante respecto de sus contemporáneos- escribió, produjo y dirigió La conversación con absoluta libertad y beneficiado por su popularidad. De manera que la aludida productora fue una suerte de catapulta para su éxito personal. Trabajó en el proyecto con profesionales de primer nivel (Bill Butler en fotografía, Walter Murch en sonido, Richard Chew en montaje, David Shire en música y Dean Tavoularis en diseño de producción) y con su elenco de actores favoritos.

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Para el papel principal invitó a un gigante de la actuación, Gene Hackman. La historia va más o menos así: Harry Caul (Gene Hackman) es un detective privado que aplica tecnología de punta a sus investigaciones. Caul es un hombre de mediana edad, reservado y tímido; con calvicie prematura y gafas que ocultan su mirada taimada. Harry Caul parece más preocupado por su trabajo, por organizar sus “interceptaciones” que por regularizar una relación sentimental o intimar con sus vecinos. Católico practicante por sentido culposo (manejó una investigación política en Nueva York que desencadenó tres asesinatos), Harry Caul ha sido contratado por el Director de una gran compañía (Robert Duval) quien precisa un seguimiento sonoro a una pareja –de amantes al parecer- que conversa a la hora del almuerzo en una plaza en San Francisco. El intermediario entre Caul y el Director es un asesor (Harrison Ford). Harry dirige a su equipo de técnicos desde distintos puntos de la plaza para finalmente sincronizar todas las cintas en el gabinete. Tiene como asistente principal y amigo a Stan (el gran John Cazale) y la pareja de amantes que caminan en círculos, simulando una conversación banal –por saberse espiados- son la actriz Cindy Williams (American Graffiti) y Frederic Forrest, uno de los habituales de American Zoetrope. Debe señalarse finalmente que, contraentrega a las cintas, Caul recibirá 25 mil dólares. Pero éste sospecha que detrás de “la conversación” se esconde una conspiración que desencadenará un terrible baño de sangre.

Centrándose en el mundo del espionaje auditivo, en la obsesión investigativa de un hombre, Coppola utiliza procedimientos audiovisuales idénticos a los expuestos en el filme. Y que desencadenan la destrucción del mundo de Harry Caul, quien no distingue, finalmente, la delgada línea que separa lo real de lo imaginario. En ese orden de ideas puede considerarse a La conversación como la primera película que aplicó de manera sistemática la edición sonora con fines expresivos. El sonido constituye una atmósfera envolvente, capital para esta historia emparentada con los trabajos de Dashiell Hammet y Raymond Chandler, pero en un contexto contracultural. En el que se perciben de manera muy clara la influencia de la grandiosa Blow Up y el montaje picado, saltos de eje y voces en off de Pierrot el loco. El director consigue un balance narrativo y plástico en los márgenes genéricos, muy pocas veces visto hasta ese momento

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En esta historia detectivesca, la mente perturbada de Caul –siempre en la necesidad de lavar culpas como si fueran manchas de sangre- marca la conexión catalítica de cada escena en tiempo real, imaginario o flashforward. Para eso Coppola aplica un extraordinario tempo de jazz. Quebrado, sincopado, de armonías sentidas. A la medida del personaje principal, que desfoga sus angustias y reservas tocando el saxofón. Desde que lo vemos sentado en su departamento, escuchando Sophisticated Lady de Duke Ellington sabemos que la tragedia sobrevendrá inevitablemente porque ese ejercicio introspectivo es una negación al oficio que ejerce, esencialmente exterminador, mortal, peligroso.La conversación es una mentada a los tiempos políticos estadounidenses. A la podredumbre de la administración de Richard Nixon y al escándalo Watergate. Sin ser militancia abierta como Todos los hombres del Presidente sino cine de género como Asesinos S.A. o Las cintas de Anderson, el lector se topará con una demostración palmaria de cómo los contextos influyen en las artes. Y como las artes devuelven trabajos excepcionales construidos a partir de proyecciones personalísimas. La conversación fue un buen augurio para la filmografía riquísima de Francis Ford Coppola, por eso la recomiendo ampliamente.

Óscar Contreras


Crónica de un Niño Solo

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Leonardo Favio – Crónica de un Niño Solo, 1965

El cine Argentino de los años sesenta vivió una etapa importante de renovación generacional. Diversas figuras, hasta ahora vigentes, comenzaron a aparecer en el panorama: Fernando Solanas, David José Kohon, Héctor Olivera y Leonardo Favio son solo algunos de los nombres que hicieron su aparición. En general, lo que se vivió en esos años fue una unión de todas las clases sociales en Argentina, lo que permitió que la clase trabajadora se uniera a una clase media y a una clase intelectual, compartiendo las mismas preocupaciones. De esta forma, todo un panorama de investigación y de búsqueda se vivió en el país: un panorama que, en el cine, buscó tocar temas sociales con un tratamiento más bien “europeizado”, si se quiere. Y Crónica de un niño solo, de Leonardo Favio, resulta un magnífico ejemplo de este estilo.

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Es interesante ver Crónica de un niño solo y pensar en como las temáticas sociales y la búsqueda estilística se van fusionando. Crónica de un niño solo nos cuenta la historia de un niño que vive en un orfanato. Los constantes abusos que sufre en él hacen que intente desesperadamente huir, cosa que finalmente consigue. Su escape lo llevará a conocer las difíciles condiciones de la vida. Las influencias de la película tienen que ver bastante con el neorrealismo italiano: el estilo más bien realista, evitando cualquier tipo de sentimentalismo y más bien manteniendo una cierta sequedad en el tratamiento del tema resultan importantes aciertos por parte de Favio. Justamente de ahí viene la idea de crónica: lo que vemos es una entrada hacia un mundo bastante difícil, donde todo parece destinado a salir mal. Es por eso que el ritmo del film es lento y reposado, como si las cosas terribles que le ocurren al protagonista ocurrieran porque tienen que ocurrir.

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Los elementos sociales están puestos desde un principio: el maltrato que sufre Polín, el protagonista, dentro de la institución de carácter fascista en la que vive buscan ser alegoría a una realidad muy claramente represiva. Esto quizá sea lo menos efectivo de la película, ya que Favio pareciera por momentos cargar demasiado las tintas en la descripción de las actitudes represivas de tanto los que dirigen el internado como de los policías. A diferencia del neorrealismo, donde son las acciones las que van marcando un destino que parece implacable, acá Favio busca enfatizar la denuncia, lo que resulta un poco demasiado esquemático.

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Pero poco a poco la película se va liberando y comienza a alcanzar un ritmo en el cual justamente se comienza a sentir esa inexorabilidad de los sucesos. El mejor ejemplo es la escena del pantano: mientras el protagonista busca refrescarse totalmente desnudo, por el oro lado abusan a otro chico. Durante toda esa escena, Flavio maneja el montaje paralelo para darle un halo poético a la escena. La cámara se mantiene lo suficientemente distante como para poder observar como el cuerpo desnudo del protagonistas se compenetra con esa naturaleza.

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La sensación física de la escena, debido al reposo de la cámara y a la compenetración entre el cuerpo, el ambiente y los sonidos de la naturaleza resulta bastante envolvente. Y justamente en esa naturaleza, donde el orden de las cosas parece tan perfecto (el protagonista al fin tiene un momento de libertad), donde, por el otro lado, un muchacho es abusado por otros muchachos. La cámara se mantiene distante a este hecho, observando la violencia desde lejos, casi a escondidas, sin enfatizarla nunca, como si formara parte del paisaje mismo. El trabajo con el montaje paralelo, que permite pasar de un lado a otro, tiene la gran virtud de nunca romper con la acción, sino por el contrario de enlazarlas, como si formaran parte de la misma realidad. La escena del pantano destila una cierta sensualidad basada en el ritmo de la naturaleza que la película pareciera captar pero que en realidad va creando a partir de los elementos mencionados. Es esa naturalidad y ese ritmo el que consiguen transmitir la fiscicidad de la libertad pero también de la violencia.

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En ese sentido, la película hace recordar a dos cintas del conocido más recientemente como Nuevo Cine Argentino : por un lado, tenemos a La Ciénaga, de Lucrecia Martel, donde la violencia pareciera también estar ahí, en el ambiente cálido y sofocante que se mete en los poros de los cuerpos de los protagonistas. Por otro lado, también pensamos mucho en Los muertos, la gran película de Lisandro Alonso, donde la naturaleza y como esta se van compenetrando con el personaje principal en sus espacios, en sus ruidos pero también en sus pulsiones. Se nota que Flavio ha tenido una gran influencia en la generación más premiada de la historia del cine argentino.

Rodrigo Bedoya


La revolución cotidiana

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Humberto Solás – Lucía (1968)

El cine cubano después de la revolución que llevó al poder a Fidel Castro buscó ser un tipo de cine vanguardista en un doble sentido. Por un lado, se buscaba crear un cine que fuera capaz de despertar conciencias sociales tanto en el espectador como en el mismo creador de las películas. Es por eso que las primeras producciones financiadas por el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica (ICAIC) fueron películas hechas en la calle: el director salía con una cámara y simplemente grababa la vida post revolucionaria.

Poco a poco las ambiciones del cine cubano fueron creciendo. No sólo valía estar a la vanguardia social, sino también estética. Un poco a la manera del cinema novo brasileño, el ir rompiendo ciertos esquemas y aumentar ciertas ambiciones permitió que la cinematografía cubana pueda ser reconocida en el mundo. Y quizá uno de sus exponentes más claros sea Lucía, de Humberto Solás.

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Lucía es una película ambiciosa como pocas. Es un tríptico que busca representar los cambios sociales en la historia cubana a partir de tres mujeres que se llaman Lucía, que vivieron en distintos tiempos. La película busca hacer hincapié en como los cambios sociales que se registraron en el país fueron afectando la vida privada de sus habitantes. Es esa relación entre lo público y lo privado, entre lo social y lo personal lo que le liga a las historias y lo que va dando forma a los deseos y miedos de sus personajes. La ambición de Solás radica justamente en como trabajar esas diferencias a partir de la puesta en escena dentro de cada historia, pero también en que cada episodio tenga un tono y un estilo distinto: en Lucía pasamos de lo pesadillezco a lo cómico, de lo triste a lo gracioso, de lo cargado y estilizado a lo más cotidiano y natural.

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La primera historia, que ocurre en 1893, durante la guerra de independencia con España, es quizá el episodio más ambicioso de los tres. La puesta en escena va variando dependiendo de la situación: cuando la protagonista se encuentra con sus hermanas (el ambiente represivo familiar), la cámara se queda fija y el espacio visual se limita a interiores, los mismos interiores que parecen oprimir el ansia de desear y de ser deseada que tiene nuestra protagonistas. El primer episodio de Lucía juega a partir de las oposiciones: por un lado, tenemos los interiores que se trabajan con cámara fija y que contrastan con los exteriores, donde la cámara se mueve, los espacios se amplían y la luz se difumina. De esta manera, Solás pone en escena los dos ambientes en los cuáles vive Lucía: un ambiente más bien represivo y fijo, y otro en el cual juegan un rol muy importante las pulsiones, los deseos, los miedos. y las fantasías (las violaciones a las monjas, por ejemplo). Lo exterior se transforma así en un espacio violento, casi pesadillezco, donde las fantasías sexuales al igual que los miedos se van ampliando. La cámara en movimiento les da una dimensión latente e inquietante. La película toma aquí un estilo bastante irreal y desaforado, siniestro por momentos, lo que permite generar una cierta sensación de inquietud en el espectador.

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El segundo episodio es el más melancólico y reposado: nos narra la historia de una burguesa que se une a la lucha para derrocar al dictador Gerardo Machado en los años treinta. Este segmento es el más sereno de todo el film: los planos reposados, casi siempre fijos, muestran de nuevo una dualidad: el dolor individual de la protagonistas al ver al hombre que quiere correr el riesgo de ser apresado o asesinado por una dictadura se ve contrastado por una época donde los aires revolucionarios eran bastante fuertes. Solas decide mostrar este desfase con un aire bastante taciturno, casi de resignación, como si la derrota ya sea en el lado personal como en el afectivo fuera algo absolutamente inevitable. Los planos más bien largos y fijos buscan dar cuenta de esta melancolía que resulta muy lograda.

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El tercer episodio trata más bien en tono de comedia una situación compleja: el machismo que imperaba en la sociedad cubana poco tiempo después de la instauración del gobierno revolucionario. Lucía es ahora una campesina que se casa con un individuo que no la deja salir de casa ni para visitar a su madre. Este episodio es quizá el más realista de todos: utilizando una cámara en mano que le da una vena documental al capítulo, Solás busca retratar los momentos cotidianos de una hombre que se enfrenta a su propios prejuicios en una época en la cual justamente liberar a Cuba de las conductas más reaccionarias: de nuevo la dualidad público/privado. Lo interesante es que acá, a diferencia del primer capítulo donde las diferencias se marcan a partir de los interiores y los exteriores, o del segundo, donde se busca crear una cierta melancolía para marcar el desfase, lo que se intenta aquí es más bien captar el ritmo de lo cotidiano. Los planos largos y movidos nos dan esa sensación de estar presenciando lo que ocurre en el acto. El desfase que existe entre lo público y lo privado nos aparece, de esta forma, como algo natural, metido en la misma cotidianidad de las personas. Y es justamente esa inmediatez la que permite que el humor se cuele: el hecho que se trate de una situación extrema pero retratada de una forma tan natural permite que todo nos parezca absurdo.

Rodrigo Bedoya 


La Revolución Impostada

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Jean-Luc Godard – La Chinoise (La China, 1967)

Francia en los años 60 fue un país complejo, tanto en el ambiente político como en el social. El vivir en un mundo bipolar implicaba estar en una tensión tirante entre dos visiones de ver y entender el mundo. Y Francia no era la excepción: un creciente resentimiento aparecía en los jóvenes franceses hacia el orden social establecido. Resulta interesante preguntarse como fue que el cine de la época reflejó este descontento que finalmente desencadenó en los sucesos de mayo de 1968.

Y quizá el cineasta más representativo de aquella época, no solamente a partir de su nombre sino a partir de su cine fue Jean-Luc Godard. Godard fue un militante, alguien que buscó cambiar las reglas del cine y, por lo tanto, cambiar las reglas del mundo, buscar trastocar un orden social preestablecido. Godard fue alguien que buscó experimentar con el cine3, forzando siempre las reglas de la puesta en escena tales. En sus películas se mezclan y se desarman los géneros, se juega con el tiempo, con la banda sonora, con la imagen: la misma materialidad con lo que está hecho el cine sirve como mecanismo narrativa. Recordar sino, la escena de Bande á part donde los protagonistas deciden quedarse callados: la misma banda sonora desaparece.

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La china (La chinoise, 1967) es una aproximación claramente política sobre la sociedad francesa. La película es la historia de cuatro jóvenes que viven en un departamento de París, y que sueñan con hacer la revolución al estilo maoista. Colecciones y lecturas del Libro Rojo, cursos sobre marxismo-lenimismo y planes para crear un grupo terrorista ocupan el tiempo de estos chicos.

Godard nos muestra un tipo de conducta muy común en la época: jóvenes que vienen de clases acomodadas (ya sean hijos de empresarios como de hacendados), que no tienen problemas económicos y que, para rebelarse ante su propia condición social, deciden ser revolucionarios duros. Anti-soviéticos (salvo uno que después será separado del grupo), algunos de ellos sin siquiera entender muy bien que es lo que implica hacer la revolución (el personaje de la chica del campo o el magnífico diálogo que tiene la lideresa del grupo con su ex profesor de filosofía en un tren), los cuatro amigos juegan a ser violentos, juegan a ser anarquistas. Esta idea del juego es muy importante, en tanto sus demostraciones de revolución pasan por la repetición de frases del libro rojo o a partir de frases comunes de la ética comunista dichas como si hubieran sido aprendidas de memoria.

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Godard es muy consciente de que está mostrando personajes que juegan a ser revolucionarios: no por nada estos muchachos repiten frases como si fueran robots. La misma posición de los encuadres, siempre fijos, con los personajes al centro del mismo, le dan un cierto estatismo a la imagen que ayuda a crear esta sensación de representación que inunda toda la película. Los personajes creen que de verdad son revolucionarios al repetir todas las doctrinas marxistas-leninistas de forma automática. El espectador se siente como si estuviera en una inmensa casa de muñecas donde lo que se hace simplemente es jugar: la puesta en escena crea una cierta sensación de falsedad a partir de la simetría dentro del encuadre. No por nada se cita todo el tiempo a Bertolt Brecht: el mismo espectador se siente distante del compromiso de estos muchachos por cambiar al mundo debido a que ese compromiso nos aparece más representado que espontáneo.

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Pero así, casi como jugando, los protagonistas consiguen armar un grupo terrorista y consiguen asesinar a un ministro soviético en visita a Francia. Lo que parecía un sueño, un simple juego de chicos ricos se convierte en una violencia que estalla con la mayor normalidad. Godard nunca nos muestra el crimen: por el contrario, el hecho de matar se vuelve casi uno más de los juegos comunistas de los chicos. Al final, con el asesinato ya consumado, Godard nos muestra a una nueva joven más con su libro rojo y a la protagonista diciéndonos que las vacaciones han terminado, hay que volver a la universidad, pero que para ella este es el comienzo de un largo camino.

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Es muy interesante como Godard nos presenta a la juventud francesa un año antes de las revueltas de mayo del 68: una juventud que juega a ser revolucionaria, pero que ese juego, poco a poco, los lleva a la violencia. Para Godard, el malestar estudiantil se va ampliando casi de forma inofensiva hasta llegar a actos terribles que de pronto también forman parte de un juego. Esa interesante, por lo tanto, señalar el subtítulo del film: “Una película que se está haciendo”. Esto implica que hay momentos en los cuáles se ven las claquetas y se entrevista a cada uno de los personajes, lo que enfatiza la noción de representación y de falsedad que la película busca transmitir. De esta perspectiva, La China se transforma en un vehículo para que Godard reflexione sobre los límites de la representación dentro de lo cotidiano. Los protagonistas de la película hablan de Mao y se declaran amantes de la revolución y repiten actitudes y frases revolucionarias como si estuvieran hablando del clima. La revolución, o mejor dicho, los lugares comunes de la revolución como mecanismo presente en el día a día, que va guiando las actitudes de nuestros protagonistas.

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Pero por el otro lado, la historia que se está haciendo es la de un descontento: la del descontento de ciertos ambientes juveniles en 1967. Un descontento que quizá puede parecer impostado y hasta divertido, pero con esa misma naturalidad puede conllevar a la violencia. La historia que nos relata La china es aquella que se está cocinando en ciertos ambientes juveniles de 1967. Godard lanza, con lucidez, una clarinada de alerta, que todavía tiene un gran fuerza (y quizá una gran actualidad) vista hoy en día.

Rodrigo Bedoya

Cinerastas sobre Jean-Luc Godard:

Vivir Su Vida (Vivre Sa Vie)

https://pequenoscinerastas.wordpress.com/2007/05/21/la-pasion-de-nana/

Sympathy for the Devil

https://pequenoscinerastas.wordpress.com/2007/09/03/sympathy-for-the-devil/


Aprender a Respirar por los Ojos

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Victor Erice – El Espíritu de la Colmena (1973)

El espíritu de la colmena (1973) es una obra maestra. Su director, Víctor Erice (Carranza, Vizcaya, 1940) extrajo el título de un tratado sobre la vida de las abejas escrito por el poeta y dramaturgo Maurice Maeterlinck. En apicultura, “el espíritu de la colmena” es ese poder metafísico, enigmático y paradójico que integra a las abejas alrededor del panal, impidiendo que se escapen volviéndolas dóciles al contacto con el hombre durante la actividad agropecuaria. La ciencia no ha desarrollado una explicación satisfactoria sobre ese comportamiento.

La película se sitúa en 1940, en un pueblo de la meseta de Castilla llamado Hoyuelos. Su paisaje parduzco y su cielo limpio son las materializaciones del subdesarrollo y la asfixia que sobrevinieron a la posguerra. Hasta Hoyuelos llega el cine ambulante para proyectar Frankenstein (1931) de James Whale un domingo por la tarde. Los parroquianos llenan la improvisada sala con sus sillas. La función comienza y las primeras imágenes muestran a un actor norteamericano vestido de etiqueta, salido de un telón, dirigiéndose al auditorio con la voz doblada al castellano en una suerte de advertencia sobre el mito del Doctor Frankenstein y su transgresión a las leyes de la naturaleza.

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Entre el público infantil sobresalen las caritas de las hermanas Ana (extraordinaria Ana Torrent) e Isabel (Isabel Tellería), unas niñas entre los cinco y seis años de edad que miran con asombro, descreimiento y terror Frankenstein. Y sobre todo la secuencia donde el monstruo juega con una niña en el campo. La misma niña que unos minutos después aparecerá muerta en los brazos de su padre, quien clama justicia. Ana, no parece entender por qué la criatura mata a la gente y todos la quieren matar.

Se van alternando planos donde se muestra al resto de los personajes de El espíritu de la colmena: Fernando (Fernando Fernán-Gómez) el padre de las niñas quien es un apicultor ensimismado y melancólico que escribe un tratado sobre las abejas; y Teresa (Teresa Gimpera) su esposa, que añora un amor de juventud alejado por la Guerra Civil española y al que le escribe regularmente una carta. Todos habitan una vieja y espaciosa casa de campo, que apenas y retiene la calidez de unas figuras que están ausentes en vida y expresan sus afectos con dificultad.

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Así comienza una de las películas referenciales del cine español. Víctor Erice, es uno de los nombres esenciales en la realización en el mundo, con una obra muy breve (los largometrajes El espíritu de la colmena, El sur y El sol de membrillo y un puñado de cortometrajes y episodios, separados en el tiempo por una década o más) su estilo se funda en una sensibilidad y un entendimiento de las posibilidades expresivas del cine como registro sentimental, metafísico y ficcional. Sobreviviente al “franquismo” como Carlos Saura, Jaime Chavarri, José Luís Borau, Jaime de Armiñán, José Luís Garci, aunque con intereses y tendencias distintas, Erice estudió Derecho y Ciencias Políticas, luego ingresó al Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas de Madrid en 1961 y desarrolló una interesante carrera como crítico de cine en publicaciones españolas como Cuadernos de Arte y Pensamiento y Nuestro Cine. Su filmografía pequeña se explica por su manifiesta intención de no claudicar ante un sistema que limita la libertad de creación.

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La cinta materia de análisis es una gran metáfora sobre la España franquista: las dos niñas especialmente Ana, con sus expresivos y enormes ojos negros, descubren la fantasía y la realidad en partes iguales. Y la confunden. Creen que la criatura vive en el campo y que puede ser convocada a través de un ritual: “el monstruo no muere porque en realidad es un espíritu, pero cerrando los ojos se puede hablar con él…”. Además Isabel inventa la historia de una criatura “como la del Doctor Frankenstein” que vive en un galpón abandonado de los alrededores.

Leopoldo de Trazegnies Granda señala que en El espíritu de la colmena “los sombríos supervivientes de la guerra civil han decidido clausurar el mundo como un panal de abejas, prohibir la vida en libertad, el pensamiento libre y dejar en suspenso sus sentimientos por tiempo indefinido. La atmósfera está ya limpia de pólvora pero saturada de temor, de silencio, de desconfianza, de aislamiento, de desamor, en esos duros campos de la meseta castellana. Nadie se atreve a levantar las costras para ver las heridas: el misterio se ha hecho más denso que el aire para cubrir la tristeza, la desilusión, el hastío.”.

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En Hoyuelos el ambiente es lúgubre. Y las dos niñas aprenden a respirar por los ojos para no morir asfixiadas. A crearse su propio mundo imaginario con lo que encuentran a su alrededor: un Frankenstein fantasmal que llega en un cine ambulante, un caserío en ruinas, la aparición de un maqui perseguido. Ambas intuyen que el mundo real es despiadado e injusto; por eso les atrae la sordidez, la ambigüedad, lo monstruoso, lo fantástico; porque se puede establecer comunicación fácilmente con estos referentes. Con las últimas trazas de humanidad que quedaron refundidas debajo de la alfombra del franquismo, la generación parida por la Guerra Civil concibió este filme sobre la sugestión, los temores infantiles y el lugar que le correspondía ocupar al terror: el de la afectividad.

Como drama de fondo –señala De Trazegnies- están los padres, pertenecientes a la generación de la guerra. Ella todavía es una mujer joven, que escribe cartas a alguien que quiere; pero está casada con un introvertido criador de panales. Fernando es un hombre mucho mayor, un cariñoso padre con sus hijas a quienes les enseña los secretos de los hongos y las setas silvestres (clarísimo simbolismo antifranquista). Y por alguna razón importante está refugiado en sí mismo: en sus investigaciones científicas, cuyos textos sesudos y hallazgos sentimentales conocemos a través de la lectura en off.

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Erice no utiliza palabras para narrarnos esta conmovedora historia sino que aplica toda su cultura fílmica, su conocimiento científico y erudito sobre la iluminación, el color, la textura de la imagen y el poder del sonido para colocar las emociones directamente en la pantalla, de manera que no sabemos si estamos viendo imágenes o los sentimientos de los personajes en carne viva. Y consigue lo más difícil: amor en lo cruel, ternura en lo macabro y belleza en lo sórdido. El plano de Isabel saltando por encima de la fogata es de una belleza pictórica que hasta se anima a congelarlo. Por encima de las limitaciones de la edición DVD a cargo de MANGA FILMS –ubicable en el mercado pirata- sería importante recuperar y traer a Lima en formato 35 mm esta notable cinta española y rendirle un homenaje a su autor. Quizá el espacio del Festival de Lima sea propicio.

Óscar Contreras


La Doble Vida de Séverine

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Luis Buñuel – Bella de Día (Belle de Jour, 1967)

Pierre Sérizy (Jean Sorel) y Séverine Sérizy (Catherine Deneuve), forman una pareja feliz, a la que miran con envidia sus frívolos amigos HenriI Husson (Michel Piccoli) y Renee (Macha Méril). Pierre es cirujano y se pasa la mayor parte del tiempo en el hospital, por lo que su esposa se queda en casa sola y muy aburrida. A través de René, Séverine se entera de que una amiga de ambas está ejerciendo la prostitución y esta idea se fija de una extraña forma en la mente de la joven, hasta que su interés la lleva a conocer la dirección de Madame Anais (Geneviève Page), en cuya casa acaba ejerciendo la prostitución diariamente. No obstante, todo se trunca cuando conoce a Marcel (Pierre Clémenti), un hombre que la quiere sólo para él, y que la amenaza con descubrir su identidad si no se presta a sus proposiciones.

Luis Buñuel desde sus primeras obras: El Perro Andaluz (1928) y La Edad de Oro (1930) se interesó en horadar los cimientos de la burguesía. Luego en su estadía en México transitaría en menor o mayor medida por ese sendero, siendo Viridiana (1961) y sobre todo El Ángel Exterminador (1963) la película que de manera más crítica, certera subversiva y reveladora mostró el modus vivendi de la burguesía mejicana.

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Fue en Francia durante la década de 1960 y parte de la de 1970 en las que Buñuel trabajó de forma más detallada asuntos relacionados con la burguesía (en este caso la francesa), en cintas como Bella de Día (Belle de Jour, 1967) (cinta que ahora me ocupa), Tristana (1969) y una de título emblemático El Discreto Encanto de la Burguesía (Le Charme Discret de la Burgeoisie, 1972). En cada una de estas cintas y en otras de la época la mirada del director aragonés hacia la burguesía tuvo matices e intereses distintos, Bella de Día sería una de las mejores muestras de esos intereses.

En Belle de Jour, Buñuel para hacer la disección de la burguesía utilizó a una joven pareja que potencialmente está en toda su vitalidad e ímpetu sexual, no obstante, esa apariencia al correr los minutos se irá disipando y confirmará que las imágenes iniciales eran sólo una impresión engañosa. Es más ambos dedicarán la mayoría de sus días a actividades y pasatiempos distintos, que harán que únicamente puedan encontrarse durante las noches. Momento propicio para que entablen alguna conversación y recuperen en algo el tiempo que no pueden pasar juntos.

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Belle de Jour (basada en la novela homónima de Joseph Kessel) tiene a Séverine conocida luego como Flor de Día, como el centro de la historia. Séverine es una mujer que de un momento a otro es asaltada por recuerdos y sueños (reforzados por sonidos de campanas y cascabeles), que hacen que viva entre la fantasía y la realidad, la una alimenta a la otra produciéndose una relación simbiótica. Los sueños que causan extrañeza y preocupación en ella, le provocan asimismo si no una atracción sí curiosidad y una sensación ambigua.

El título de la película Belle de Jour se ha traducido de forma literal como Bella de Día y no está mal pues tiene que ver con el personaje que lo protagoniza tanto en el aspecto físico como el tiempo en el que realiza las actividades centrales dentro del relato. Sin embargo, el título que con mayor precisión define no sólo denotativa sino también metafóricamente a la protagonista es el de Flor de Día* debido a que no sólo resume la belleza y fragilidad de Séverine sino el carácter que tiene esta flor de abrirse durante el día y cerrarse al llegar la noche. Pocas veces como en Belle de Jour la belleza de Catherine Deneuve mostró sus diversos ángulos, a veces se revela de manera natural sin ningún afán de sensualidad, en otras ocasiones se muestra sensual con pinceladas de inocencia, en otras aparece de manera imperturbable casi como si se tratara de un maniquí entregado sin moverse al deseo de la persona que en ese momento la utiliza o a veces se revela seductora y provocativa. Éstas son solamente algunas de las variaciones que a largo de la película exhirá el rostro de la Deneuve.

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La característica de la flor de abrirse en el día y cerrarse en la noche es quizá la que tiene más que ver con la actividad que realiza Séverine, esto es, de vivir realmente durante el día (vivir en todo sentido) y experimentar situaciones distintas cada vez. Pese a la aparente repulsión que siente en un inicio por internarse en el mundo prostitucional irá con el tiempo encontrando un filón en el que sentirá, si se quiere, una suerte de comodidad y “acostumbramiento”. Éste se convertirá en revitalización cuando conozca a Marcel que despertará en ella no únicamente pasión sexual sino también cierto sentimiento amoroso. En otras palabras verá manifestarse en ella una pulsión sexual adormecida por las reglas tanto implícitas cuanto explícitas impuestas por el mundo burgués. Esta pulsión sexual en algunos sueños y pensamientos se graficará lindante a un tipo de sadomasoquismo.

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Continuando con esta idea en cuanto a que Séverine había encontrado una estabilidad dentro de ese mundo ajeno a su vida, hay un momento en el que se da cuenta por medio de una voz exterior de que esa vida no es la suya sino que más bien pertenece a aquélla de la supuesta moral y de las buenas costumbres, léase las normas que impone la burguesía.

Por otra parte, un aspecto que está presente en esta película como en otras de Buñuel es el ingrediente de cinismo que éste aplica a algunas situaciones pero con una sutileza tal que ayuda a construir momentos curiosos que enriquecen el conjunto de la obra. La cuota de cinismo buñueliana se expresa en Belle de Jour por ciertos diálogos pero sobre todo por acciones que suceden en escenas específicas.

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Otro aspecto que tiene la marca registrada del maestro aragonés es la perversión, no obstante, ésta no es de características violentas como la que otros grandes directores han empleado sino por el contrario es un tono más sugerido pero que posee una fuerte carga como que algo está latente, una especie de efecto iceberg, además no hay que olvidar las obsesiones casi fetichistas de Buñuel como eran su predilección por filmar piernas femeninas en especial las pantorrillas.

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Hace tres semanas el codirector de este blog José Sarmiento publicó un artículo sobre Belle Toujours de Manoel de Oliveira titulado:Dimensiones Irreconciliables, en el que el gran director portugués filma el reencuentro (cuarenta años después) de dos de los personajes principales de Belle de Jour: Séverine y Husson (interpretado nuevamente por Michelle Piccoli). Séverine en esta película es interpretada por la actriz Bulle Ogier. Esta mención del artículo acerca de Belle Toujours la hago para que en la medida de lo posible quienes lean mi artículo puedan establecer un diálogo con aquél.

César Guerra Linares

* Según el diccionario la traducción de Belle de Jour es Dondiego de Día, que es una planta convolvulácea de flores azules que se abren en el día y se cierran al anochecer.


Sympathy for the Devil

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Jean-Luc Godard – Sympathy for the Devil (1968)

Hace unas semanas el crítico de cine argentino Quintín comentó en el sitio http://www.otroscines.com la insólita película norteamericana La Trinchera Luminosa del Presidente Gonzalo (Jim Finn, 2007) que le obsequiara en formato DVD el crítico canadiense Mark Peranson, a propósito de su reciente pase en el 8º Festival de Cine Underground de Nueva York. Quintín hablaba de una interesante representación teatral, en estos términos: “…una fértil intervención cinematográfica, con su propia fuerza y su consiguiente misterio que participa de un género novedoso, pariente del teatro de raíz brechtiana y del film de ensayo, pero sin comentarios ni reflexiones directas del realizador.”. La cinta nos atañe como peruanos porque se trata de una recreación minuciosa de las rutinas y las interrelaciones de las reclusas senderistas en el Penal de Canto Grande, en 1989. Un tiempo ominoso y que colectivamente hemos sepultado.

A partir de La Trinchera Luminosa del Presidente Gonzalo diremos que en 1968 –un año decisivo en la evolución planetaria- Jean-Luc Godard se planteó de modo inverso desarrollar un cine militante, vigoroso, lleno de reflexiones, donde la representación teatral era un vehículo para el panfleto o la articulación de ideas subversivas pero no un valor en sí mismo. Sympathy for the Devil (1968) es uno de los primeros docudramas maoístas de Godard y quizá el último trabajo inteligible del realizador, quien ingresaría en una noche de radicalismo y oscuridad en los siguientes años.

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Teniendo como leit motiv las sesiones de grabación del tema Sympathy for the Devil (Compasión por el Diablo) de los Rolling Stones (Mick Jagger, Keith Richards, Brian Jones, Bill Wyman y Charlie Watts) para el álbum Beggars Banquet, Godard conduce la cámara de manera serena mediante travellings auscultadores, que muestra a los Stones como verdaderos gurús del hippismo, muy relajados, inmersos dentro de un proceso creativo muy noble, que se desarrolla paralelamente a la violencia del tiempo que la canción se encarga de reseñar. Todo lo que vemos es un gran ensayo. Los Stones saben que tienen entre manos una lírica estupenda, pero no encuentran ni el tono ni el ritmo para los arreglos musicales finales. De manera que la canción evoluciona –de la mano del productor Jimmy Miller– desde los primeros planos, de un guitarreo y solfeo casual a una versión gospel bastante insólita. Hasta incorporar percusión africana y brasileña -verdadera columna vertebral del tema- al igual que los coros agudos de los miembros del grupo y sus correspondientes esposas.

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Simpatía…fue compuesta por Mick Jagger, inspirado en la literatura rusa de fines de siglo XIX y comienzos del Siglo XX, que da cuenta del fin del régimen zarista y la irrupción del comunismo en la violenta Revolución de Octubre. La letra habla de una claudicación rebelde, de la presentación formal del demonio frente a la evidencia de un mundo agobiado por una serie de males como la Guerra de Vietnam, los movimientos revolucionarios y sus correspondientes represiones en París, Checoslovaquia y EE.UU; la discriminación racial y la “irrupción del poder negro”, con los “Panteras Negras”; el “triunfo” de la Revolución Cultural Maoísta; la Guerra Fría, la hambruna y la muerte. El diablo -canta Jagger una y otra vez- estuvo rondando a Jesucristo en sus momentos de duda y dolor; ante Pilato cuando se lavó las manos y éste se miró en el espejo; y frente a los Kennedy cuando fueron acribillados. Es curioso que una letra tan pesimista y tétrica haya sido encabalgada finalmente en un ritmo afro, de una vivacidad más que celebratoria del caos, reflexiva sobre el destino del hombre en un mundo con instituciones desprestigiadas.

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En ese sentido las obsesiones de Jagger son las de Godard, quien claudica también y cede en su francofilia a favor de un referente británico y popular como los Rolling Stones. Es sabido que Godard desde sus días como crítico, sostenía un prejuicio hacia lo inglés y su cine especialmente. Sin embargo a través de la lectura de los textos en off en Sympathy for the Devil, que dan cuenta del estado de cosas en el mundo y de la necesidad de impulsar una revolución marxista leninista, Godard cae en la cuenta que es necesario contar con todos. Que el diablo debe estar del lado de los revolucionarios.

La película tiene numerosos centros de interés. En principio la canción de los Stones; simultáneamente la voz del narrador y las voces de los “Panteras Negras” en sus peroratas y diatribas. También la cámara que sigue a los actores en sus representaciones teatrales, en esas viñetas incrustadas entre ensayo y ensayo, y que presentan a guerrilleros urbanos, plastiqueurs, o a una inmigrante húngara, o a lectores de pulp fictions y comics.en una singular librería londinense, etc. Todo mostrado con unos colores muy firmes, con un tono enérgico, con un romanticismo febril.

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Jean-Luc Godard probó que el cine podía ideologizarse y ser una suerte de ensayo-diatriba al servicio de la Revolución. Estoy seguro que muy poco tiempo después caería en la cuenta que los Rolling Stones no estaban interesados en participar de ella, sino solo en engordar sus cuentas bancarias, en seguir cultivando su imagen de artistas, en drogarse y en erotizarse en el escenario. El rock n´roll es esencialmente una experiencia lúdica, liberadora, que bajo ninguna hipótesis supone austeridad, oscurantismo, naturalezas sombrías, robotizadas o mínimas. Por el contrario se trata de una experiencia humanista, contemporánea y cálida.

El último plano, de la mujer ensangrentada y tendida sobre una grúa de filmación –al lado de dos banderas, una roja y una negra- es un presagio de lo que sobrevendría después: un cine politizado cada vez más alejado del espectador; y también un extraordinario punteo de guitarra a cargo de Brian Jones, quien moriría al poco tiempo, desplazado por el narcisismo de Mick Jagger.

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Como instrumento de acción política Sympathy for the Devil es un instrumento periclitado. Como propuesta cinematográfica es una curiosidad ensayística. Godard y los Stones volverían cada uno a reinventarse y a mantener su presencia en la escena artística. Casi como nuevos. Como si hubieran hecho un pacto con el diablo. Muy pocos sobrevivieron a esa borrasca política y musical. Los hijos de los “comprometidos” son el testimonio palmario de que las cosas cambiaron en cierto sentido. Pero no lo suficiente. Finalmente las ideas como las canciones, son una especie de boomerangs que retornan permanentemente. Corresponde a los espectadores y a los críticos situar a las películas y a las canciones en el nivel que les corresponde: analizarlas, entenderlas y procesarlas.

Óscar Contreras