Béla Tarr vino de Londres
Béla Tarr – A Londoni Férfi (El Hombre de Londres, 2007)
Un ejercicio interesante para comprender El hombre de Londres es preguntarse por qué Bela Tarr ha prescindido esta vez de László Krasznahorkai, amigo y guionista habitual, para poner en forma una adaptación de un autor, a priori alejado de su concepción artística, como Georges Simenon. Tras una lectura atenta de la novela, buscando lo esencial entre sus párrafos y dejando a un lado la comparación casi inevitable entre texto e imágenes, encontraremos que un verbo que se repite insistentemente. Mirar. Palabra que permite, como iremos viendo a lo largo de este texto, tejer la filiación entre textos e imágenes, entre Simenon y Tarr, y entre El hombre Londres y la obra que deja atrás.
Porque mirar es el trabajo habitual de Maloin, un guarda agujas de una subestación portuaria de ferrocarril. Desde una torre de control elevada varios metros de suelo, esperará mirando desde su posición privilegiada a que llegue un barco1, para cambiar las agujas del ferrocarril que permite la entrada del tren que viene a recoger sus pasajeros para llevarles a la estación central de la ciudad.
Maloin, por tanto, se enclava dentro del arquetipo del personaje mirón que sirve de anclaje en el intercambio de puntos de vista sobre los que mueven las películas de Tarr. El doctor de Sátántangó (1994) o János en Werckmeister harmóniák (2000) serían los puntos precedentes de una línea que comienza a torcerse en El hombre de Londres, ya que el punto de vista que se deposita sobre Maloin será el único sobre el que se desarrollará la narración.
Recordemos además, que estos mirones son los encargados de testificar con su mirada la disgregación de la comunidad en la que habitan, tras la llegada de un personaje extranjero a ella2. Sin embargo, en El hombre de Londres, el extranjero que provoca la situación excepcional, llamado Brown, aparecerá a diferencia de las dos películas anteriores sin la intención que intervenir en el lugar.
En el plano secuencia inicial de la película, Tarr acoplará nuestra mirada a la de Maloin, para que observemos en igualdad de condiciones la escena en la que Brown, con su compañero Teddy, consiguen sacar del barco, y de forma clandestina, un maletín por el que luego discutirán.
En esta discusión, al borde del espigón del puerto, Teddy caerá al agua junto con el maletín. Brown huirá, y Maloin bajará de su torre de control para recoger el maletín que ha quedado abandonado. Dentro de él, no podía aparecer otra cosa que no fuera ese dinero que acompaña a todos los personajes extranjeros que entran en las comunidades a las que miran los protagonistas de Tarr.
Sobre este punto se producirá una nueva variación en el imaginario de Tarr, ya que en El hombre de Londres no existe una comunidad visible como tal. Esta será presentada como un eco de la visión, representada como una línea de casas más allá del puerto. Tarr esta vez la reducirá a la familia de Maloin. Su mujer y su hija. Un mundo encerrado en una casa. Un mundo que forma parte del reducido mundo de Maloin, junto con su torre y el bar al que acude todos los días después de trabajar para jugar una partida de ajedrez.
Tres lugares que conformarán un triangulo que se revelará de vital importancia tras el amanecer del día después del acontecimiento del puerto. Porque en ese bar, Brown depositará la mirada sobre Maloin. El mirón pasa a ser mirado y eso se convierte en acontecimiento en un vida vacía de todo contenido social. Maloin, vouyeur por obligación, atrapado en una vida rutinaria de trayectos entre torre-bar-casa, encontrará un suceso extraordinario al sentirse mirado.
A diferencia de los arquetipos de la obra de Tarr, la irrupción de ese extranjero y su dinero no supondrá un cambio en la comunidad, ni siquiera directamente sobre Maloin, ya que esa mirada insignificante, cuando sea retirada lo que producirá será un cambio radical en la vida de Maloin con la aparición de un nuevo hombre de Londres en acción.
Este es Morrison, un investigador que también viene de Londres, y que nos descubrirá que el maletín pertenece a Mitchell, un promotor de espectáculos en Londres. Brown es descubierto y huye. Esa huida provocará el gesto determinante que marcará la película. Con la ausencia de mirada, Maloin tratará de hacerle presente reproduciendo en su hogar los gestos que ha ido observando en el intercambio de miradas en el bar y desde la torre.
Es reproducción consistirá en adaptar a su manera la bronca que vio entre Brown y Teddy, a una situación durante la cena con su mujer. Y posteriormente para reproducir el gesto del robo del dinero de Brown, robando a su propia mujer el dinero que esconde en una pequeña caja, tras escuchar desde la distancia a Morrison detallar como se produjo el robo del dinero en Londres.
Al mismo tiempo que Maloin trata de llenar su vida a través de la reproducción de lo que fue Brown, Morrison llevará a cabo en el puerto una reproducción de la llegada de Brown y la muerte de Teddy. Maloin lo observará todo desde la misma posición y de la misma manera que observó el referente original. Momento tras el cual, Morrison depositará su mirada sobre Maloin. Este, de nuevo tendrá sobre sí una mirada que le hará cambiar de comportamiento.
Morrison le narrará la historia personal que ha dejado en fuera de campo Brown. Una mujer y unos hijos en dificultades económicas. Maloin en ese momento decide reproducir lo que no ha visto de Brown, prolongando el gesto de salvación de la familia que no puede llegar a completar este. Para ello rescatará a su hija, Henriette, de un trabajo en el que es utilizada como objeto de mirada gracias al uniforme que es obligada a llevar. Durante la celebración de su liberación aparecerá en el bar, convertido en centro epífanico de la mirada, la mujer de Brown.
Esta se nos dibuja como solo mirada. Con un gesto y una quietud que trasmiten una ética desbordada por la imposibilidad sostener una vida que se viene abajo, observará lo que tiene alrededor, asimilando las palabras que se vierten sobre ella. Maloin, en un momento determinado, cruzará la mirada con ella. Este cruce de miradas volverá a ser decisivo. La ética que subyace de la mirada de la mujer de Brown, traspasa a Maloin de tal manera que es desactivado de la posesión a la que le tienen condenado las miradas posadas en él. De esta manera se convierte otra vez en si mismo.
En la penúltima escena, Henriette comunicará a su padre que ha descubierto a Brown escondido en un cobertizo del puerto. Maloin acudirá presto a socorrerle con una serie de alimentos que tiene a mano en su casa. Al llegar delante del cobertizo, algo invisible cruza la pantalla y vuelve a afectar a Maloin. Este entra al cobertizo y cierra la puerta. No podremos ver lo que ha pasado allí dentro, pero sabremos cuando salga que ha matado a Brown.
Es inevitable pensar que esta nueva reproducción de algo que ha pasado antes, se ha producido por la mirada de alguien en fuera de campo. Pero analizando la escena, nos encontraremos una satánica paradoja. Brown muere como reproducción de un gesto que nace de él mismo, de la noche de la discusión con Teddy. El que miraba era Maloin, y el único que miraba con Maloin era el espectador. Así se encargaba Tarr de filmarlo, acoplando nuestra mirada a la de Maloin durante el tiempo que duraba la ascensión por las escaleras de la torre.
En contraplano tendremos el paseo hacia el cobertizo, en el cual la cámara seguirá (en uno de los habituales paseos de Tarr) a Maloin dándole distancia, separándose de él. Un espacio que vuelve a separar las miradas de espectador y de Maloin, para empujar a Maloin a la reproducción del gesto que quedaba por cerrar. Una muerte que clausura el relato del personaje antes de cierre moral que ejecuta Bela Tarr a través del reparto del dinero que devuelve Maloin tras confesarse culpable ante Morrison.
Clausura que cierra relato de lo que es El hombre de Londres. Una narración de la mirada entre fueras de campo. Entre el fuera de campo donde se robo el maletín, y el fuera de campo donde quedó el que lo robó. Un testimonio de un flujo invisible de miradas y gestos, que unirán lo que no vemos y que quedará, tras la muerte de Brown, como algo que no ha pasado.
Todo se ha borrado salvo la experiencia del tiempo a través de la mirada. Quedando formulada, en el fuera de campo del lado del espectador, la pregunta de si hemos visto lo que nos mira tras haberlo mirado primero, para ser advertidos del peligro que corremos de ser colonizados en la misma manera que lo fue Maloin.
Por Ricardo Adalia Martín
[1] En la novela, el barco viene de Inglaterra a Francia. Concretamente a Dieppe. Bela Tarr descontextualiza la acción para universalizar la película. El único anclaje será el fuera de campo en que queda Londres.
[2] Recordemos a Irimiás en Sátántangó y al “Príncipe” en Werckmeister harmóniák.
Una voz contra el sistema

Tony Gilroy – Michael Clayton (2007)
En Michael Clayton asistimos a un argumento que denuncia el tema de la corrosión de las grandes corporaciones multinacionales, por un lado, y, por otro, describe el deterioro existencial de su protagonista, Michael Clayton. La ópera prima de Tony Gilroy -visto anteriormente como guionista de las cintas Bourne y de otras para Taylor Hackford- muestra a hombres que pierden sus ilusiones y son sólo fantoches de un sistema que los sojuzga. Michael Clayton está nominada a siete premios Oscar este año, incluyendo mejor película, mejor actor principal (George Clooney) y mejor actor de reparto (Tom Wilkinson).
De plano, Michael Clayton se nos presenta como un thriller inteligente, complejo, de estructura enrevesada, con personajes supuestamente secundarios, con escenarios variados. Nada -o casi nada-, hasta los quince minutos finales del film, nos revela algo rotundo, un hecho que marque la pauta para seguir la ilación de la cinta. Por eso, Michael Clayton hay que verla despacio; es una película que exige paciencia, que nos pide descifrarla de a pocos.

Todo comienza con el clamor de un sujeto con voz en off, que habla con nerviosismo y trastabillando. Es Arthur (Tom Wilkinson), un abogado que por varios años ha brindado sus servicios a la compañía U/North y que ha descubierto que esta gran corporación es la responsable de la envenenamiento de cientos de personas que han utilizado sus productos. Arthur, a raíz del pleito, ha entrado en una crisis nerviosa y se ha vuelto demente.
Aparece también el protagonista, Michael Clayton (George Clooney), un sujeto que pertenece al mismo estudio de Arthur pero que su especialidad es resolver casos contactando a personas y acudiendo personalmente a solucionar los problemas, de la manera más limpia y rápida posible. Clayton, sin embargo, sufre angustias y tiene una vida conflictiva. Ludópata, divorciado, resentido con su hermano alcohólico, es un hombre al que el desencanto termina por consumirlo, cuando se sabe víctima de un sistema que lo corrompe todo.

Al film, Tony Gilroy le da una inflexión particular. La estructura narrativa de la cinta se da en dos tiempos, de forma retrospectiva: muestra el momento terminante de los quehaceres y afanes del protagonista, sin dar mayores explicaciones, y a continuación relata los cuatro días anteriores que explican lo sucedido. Por eso, Michael Clayton tiene un ritmo especial, que nos exige detenernos en personajes y situaciones, pues de ahí se desentraña el espíritu de la película.
En Michael Clayton importa el perfil sicológico del protagonista, que hacia el final deviene en un hundimiento existencial, consecuencia de la suma de todo lo que pasa por su vida. Detalles aislados, datos sueltos, hechos solitarios, el bajón de Clayton tiene el mismo tono misterioso y lacónico de las escenas, abundantes en claroscuros y grisura que le dan matiz a la película.

Ahora bien, el mejor momento de Michael Clayton, sin duda, es la escena de los caballos en libertad, cuando vemos a un Clooney desgreñado y melancólico en la colina, un momento quebrantado por el atentado a su auto y la idea de la muerte violenta que se combina con la vida silvestre y la libertad.
El otro Clooney
El George Clooney de este film es distinto del de otros como El pacificador, El buen alemán o Buenas noches, y buena suerte (dirigida por él mismo). Aquí tiene ojeras, desilusión y grietas en el alma. Su papel le exige caracteres que antes no ha demostrado, y algunos críticos han señalado que es la mejor interpretación de su carrera. Claro, aquí no puede ser ni por asomo el galán cuarentón de La gran estafa; sin embargo, aunque Michael Clayton podría ser el mejor papel de su filmografía, George Clooney no tiene un brillo memorable, y, en nuestra opinión, es dudoso su merecimiento de la estatuilla dorada.
Al igual que otros galanes adonis -Brad Pitt es un ejemplo-, Clooney sufre del síndrome de «el guapo de la película», de cuya etiqueta, pese a sus esfuerzos, le cuesta mucho emanciparse. Y aunque el objetivo era, de hecho, que sea el centro del espectáculo -lo logra con creses-, de momentos da la impresión que la película estuviera al servicio del protagonista.
Michael Clayton, al final, tiene un tono sombrío que deja al espectador cierto descontento, como si faltara una fuerza contagiante que sellara el claro mensaje de la película. Michael Clayton. Interesante mirada crítica a las grandes corporaciones que detentan poder económico, un retrato de la tiranía que el sistema, en nombre del capital, perpetra contra la libertad humana.
Tito Jiménez
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