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LOS SIMPSONS, LA PELÍCULA Y LA PUBLICIDAD

Más interesante y valiosa que la película misma fue toda la campaña publicitaria que la precedió. Son entendibles los motivos de este empeño: No ha habido serie de televisión que al dar el paso a las salas de cine lograra un éxito equiparable ni gran calidad artística. Para los productores, puestos sobre una balanza el dinero y los laureles, era preferible arriesgar una agresiva campaña publicitaria que garantice el íntegro de la inversión en lugar de someterse al siempre difícil y polémico escrutinio de los logros creativos. En particular con Los Simpsons (la serie de televisión norteamericana más longeva de la historia) porque las expectativas y la valla a superar eran bastante altas.

En ese sentido, la película se armó a partir de la fórmula del Blockbuster, como corresponde a un gran estreno del verano norteamericano. Masivas campañas publicitarias a todos los niveles (sobre todo el Internet), con media docena de trailers que apenas daban indicios sobre una trama supuestamente secreta, además de los souvenirs y mercadería asociada de rigor. Y, lo más importante, un guión que dosifique las notas de irreverencia, cinismo y humor negro de la serie, precisamente aquello en que se ha basado su éxito, en bromas perfectamente cronometradas para que el espectador promedio siquiera esboce una sonrisa y haga el gesto de identificar un nuevo chiste cada treinta segundos de proyección.

Los Simpsons se ha consolidado como una serie de prestigio cultural dentro de la cultura de masas, con vastas y complejas referencias a otros productos culturales (cine, industria musical, literatura, etc) El resultado es un entramado que calza a la perfección con la noción de lo posmoderno: la alta cultura y lo popular se dan de la mano sin establecer jerarquías, citándose y ridiculizándose el uno al otro. Sin embargo, terminada la proyección la opinión de muchos ha sido tajante: fue divertido, pero dejando de lado el mayor cuidado artístico de la animación, todo lo que uno apreció en el cine ya se había encontrado antes en las pantallas de TV, incluso con un mayor desarrollo y mejores resultados. Por ejemplo, la alusión metatextual al empezar el metraje, donde Homero se burla de los habitantes de Sprienfield que han asistido al estreno de una película de Tommy y Dally, exitosa serie de dibujos animados en ese pueblo, para inmediatamente establecer el paralelo con el propio espectador real sentado en su butaca, ya había encontrado cabida en varios episodios de TV. Lo mismo puede decirse de la otra vertiente de la serie, el humor físico basado en golpes y caídas de un personaje torpe (Homero y su martillo reparando el tejado).

De modo que el comentario que mejor sintetiza los logros de esta película es sencillo: un episodio de dos horas o, mejor aún, tres episodios de TV engarzados con habilidad (el abandono de Bart por parte de su padre, la obsesión de Homero con un cerdo y el daño ecológico a Sprienfield). Difícil labor la de enfrentarse con un prestigio tan consolidado y no caer aplastados por su propia mitología. Por ello resulta interesante comprobar, en un análisis detenido, cómo cada parte de la película sintetiza la evolución de la serie animada durante sus 18 temporadas. El conflicto entre padre e hijo (acaso lo más interesante y logrado, aunque no sea lo más gracioso), donde Bart descubre el completo abandono de su padre biológico y busca un sustituto en un vecino, nada menos que Flanders, ocupa una relevancia y una carga dramática que no se manifestaba desde las temporadas iniciales, cuando el protagonismo de los episodios estaba centrado en las travesuras de Bart. La segunda historia, el empecinamiento de Homero con su nueva mascota, un cerdo de rostro inexpresivo que viste una gorrita de chef, alude a los argumentos de las últimas temporadas, donde Homero ya ha copado todo el teatro de operaciones y la descripción detallada de su imbecilidad congénita es el tema de cada episodio.

El último componente de la historia, con el aislamiento de Spienfield por el grave peligro ecológico que encierra su laguna contaminada, ha estado presente de manera sostenida a lo largo de las temporadas como el comentario político de rigor, siempre ejecutado con ingenio. Al principio las alusiones eran veladas pero en los últimos años se ha convertido en otro de los bonus de la serie, hasta el punto que el televidente medianamente informado siempre está a la expectativa de cuándo determinado episodio de la vida cultural norteamericana recibirá un comentario o una alusión en Los Simpsons (la política exterior de EEUU, los matrimonios homosexuales, el consumo legal de drogas, el daño ecológico, etc).

La textura de un guión como el descrito, con esos tres episodios medianamente diferenciados, ha querido dejar satisfecho a una gama variada de espectadores. Sin embargo, quedaría pendiente un elemento más. Parte del éxito de la serie de dibujos animados se basa en una sólida galería de personajes secundarios. Remontando el núcleo familiar de Los Simpsons (Homero, su esposa y sus hijos) el televidente se encontraba en el resto de habitantes de Sprienfild un espacio urbano vasto, poblado de gran variedad de tipos humanos, cada uno con su historia particular, distribuidos en la escuela primaria, el minimarket, la taberna, la jefatura de policía, la planta nuclear y absolutamente cualquier pequeño escenario de una ciudad promedio de Norteamérica.

En la película, la mayoría de estos personajes secundarios apenas aparece en un cameo, colaboran en alguna broma y luego se disuelven en el telón de fondo. Ciertamente habría sido imposible satisfacer a todos y darle una cobertura apropiada a cada uno. Sin embargo, la salida adoptada, la consolidación del pueblo como personaje, no es del todo satisfactoria. Sobre todo por el fracaso de la inclusión de dos personajes inéditos: el asesor de medio ambiente del gobierno de EEUU y el lamentable novio de Lisa. En el primer caso, dentro de la población de Sprienfield había otros villanos que podían ejercer ese rol con mejores resultados (el Sr. Burns o Bob Patiño). El caso del novio de Lisa es flagrante, el punto más bajo de toda la película, y deja entrever las costuras de un guión elaborado por muchas manos: de lo que se trataba era de mantener ocupado a un personaje principal a lo largo del metraje.

La película ha incorporado a la galería de Los Simpsons una que otra nueva broma memorable: la relación de Homero con el cerdo, Bart desnudo en su patineta, etc. Lo curioso es que varias (si no todas) de estas bromas ya habían sido previamente difundidas por la publicidad. No hacía falta ver la película para descubrirlas. De nuevo: más interesante y original que la película fue toda la campaña publicitaria que aún se difunde en la prensa y nos espera a la vuelta de cada esquina. Incluso ha afectado el modo en que nos relacionamos con nosotros mismos y construimos nuestra propia imagen: de ahí el éxito fenomenal del concurso para descubrir a la verdadera ciudad de Sprienfield, entre una treintena de candidatas de toda Norteamérica, y el programa web para construir un avatar (personaje) que responda a las características físicas del usuario a partir del diseño de Los Simpsons.

La indignación de muchos está plenamente justificada: la publicidad manipula las emociones y los prejuicios de los consumidores, tergiversa la realidad, miente. Pero en casos como el de Los Simpsons la publicidad también adquiere un nuevo perfil gracias a un despliegue de medios y una originalidad que, no seamos mezquinos, le da el rango de una bella arte.

Javier Muñoz Díaz