Amantes de las bajas pasiones cinematográficas…

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Los charolastras se volvieron peloteros

 

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Carlos Cuarón – Rudo y Cursi, 2009

“Rudo y Cursi” es la nueva aventura filmográfica de la dupla conformada por los jóvenes mexicanos Gael García Bernal y Diego Luna, compadres desde muy niños cuando eran los rostros de las cebolleras novelas aztecas que acompañaban y hacían insufribles los almuerzos después del colegio.

Los “charolastras” se vuelven a juntar en una misma película luego de la celebrada “Y tu mamá también”, donde formaron un trío de exitoso junto a Alfonso Cuarón y la exquisita presencia de Maribel Verdú, la diosa española que exudaba erotismo en cada escena en la que aparecía.

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“Rudo y Cursi” es una película de aprendizaje. Dos hermanos nacidos en la miseria y que estaban obligados a trabajar diariamente en una plantación bananera disfrutan cada atardecer jugando al fútbol. Se trata de dos héroes locales, dos diamantes en bruto como miles que surgen por esta parte del mundo y cuyo talento se pierde en el anonimato.

Beto (Diego Luna) y Tato (Gael García Bernal) Verdusco buscan afrontar su destino disfrutando del único juego que los puede liberar de su miseria. Entre ambos existe un deseo de abandonar su vida actual para intentar realizar algo grande.

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Tato es el único que se decide a dejar México para perseguir su absurdo sueño de ser cantante, pero no contaba con la aparición de “Batuta” (Guillermo Francella), un cazatalentos argentino que se topa con estos dos talentos innatos. Pero el versero ojeador gaucho sólo se fija en el menudo centrodelantero que era el terror de los guardametas locales y decide llevárselo, desatando la envidia de su hermano, un arquero con mucho oficio, pero los goleadores son los que escasean.

Es aquí cuando el inocente aspirante a cantante se vale de su habilidad para jugar al fútbol y así buscar la vía para llegar a grabar un disco. Poco tiempo después pide la llegada de su hermano que logra integrar un equipo de poca monta hasta que sus innegables cualidades lo llevan a convertirse en una verdadera muralla.

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Los primeros minutos son bastante intensos y todo fluye con naturalidad. La presencia de Francella como un chupasangre dota a la película del inteligente humor que, combinado con la eficacia de García Bernal y Luna para la actuación, llevan a pasar momentos bastante amenos.

Es aquí donde la historia de los peloteros surgidos de la nada nos muestra la fragilidad de la fama, la poca preparación que los jóvenes talentos tienen para soportar la presión y el aprovechamiento de un entorno corrupto alrededor del deporte que mayores pasiones despierta en el mundo.

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Lamentablemente Carlos Cuarón se queda sin mayor piso al promediar la segunda mitad del metraje. Las situaciones pierden ritmo a medida que presenciamos el asenso a la gloria para ambos y la caída hacia el infierno con anunciado tono.

Es inevitable la aparición del mujerón oportunista que busca subirse a la fama del pelotero exitoso, así como la tentación de la droga y el juego, el acercamiento a las amistades peligrosas y la idea de que los futbolistas del Perú no son los únicos decerebrados que existen.

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“Rudo y Cursi” divierte con ese humor negro presente en las situaciones de mayor dramatismo. La utilización de los espacios recuerda el tratamiento antropológico que de ellos hace Alfonso Cuarón en “Y tu mamá…”

La puesta en escena es otro de los factores de mayor acierto por parte de Carlos Cuarón, sin embargo a medida que transcurren los minutos esos personajes que tan bien moldeados estaban pierden presencia y se desdibujan hasta convertirse en simples estereotipos.

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En suma, una película que buscaba divertir y logra su cometido, que explota la imagen de una dupla muy conocida a nivel mundial y que no destila mayor pretensión.

Se trata de la primera película que la productora Cha Cha Chá realiza. Es una empresa creada en el año 2007 en conjunto por Guillermo Del Toro, Alejandro González Inárritu y Alfonso Cuarón, los tres reyes magos del cine mexicano que tienen mayor publicidad en el mundo (aunque Carlos Reygadas es el más notable cineasta latinoamericano de la actualidad). Es el primer largo de una serie de cinco que hay pactados con la Universal Pictures. El siguiente trabajo correrá a cargo de Rodrigo García.

 

Por Fernando Vega Jácome


Demasiado héroe, demasiado santo

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Gus Van Sant –Mi nombre es Harvey Milk (Milk, 2008)

Mi nombre es Harvey Milk (Milk, 2008), la última de Gus Van Sant, es un bio-pic, con todo lo que tal etiqueta implica: un protagonista inspirado en alguna persona real que hizo algo lo suficientemente destacable como para ser convertido en película, el correspondiente tratamiento un tanto sobón donde se señalan las virtudes y los logros del protagonista, un género que raras veces puede evitar lo edificante.

Por eso, el Harvey Milk de Van Sant -interpretado por Sean Penn- parece un santo y un mártir, un héroe y una víctima, y la historia entera, incluidos los personajes secundarios, todos hippies y soñadores, resulta demasiado «buena onda». Nos dice: Harvey Milk es un ganador, que tal vez no se lleve siempre los laureles, pero sí nuestros corazones. Demasiado, demasiado…

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El valor de Mi nombre es Harvey Milk va más por el lado documental. Las imágenes de archivo transcurren engarzadas en la progresión del film. Lo real y lo ficticio se unen para contar la historia. La idea consiste en dar a conocer lo ocurrido, aunque tal vez con demasiada militancia por parte del director.

Sin embargo, lo importante es el producto final. Más allá de que las imágenes sean reales o no, interesa como quedan juntas, qué tan acertadamente funcionan para contar de la mejor manera la historia. Así que volvamos a ello.

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El cine de Gus Van Sant se divide en dos vertientes: una más digerible y de algún éxito comercial (Good will hunting, 1997; Finding Forester, 2000), la otra avezada y experimental (Gerry, 2002; la recientemente estrenada Paranoid Park, 2007). Mi nombres es Harvey Milk se adscribe al primer grupo, y hasta posee algún «mensaje».

Si bien al inicio, en breves toques, se percibe la mano morosa y alucinada propia de la otra vertiente, el rumbo de Mi nombre es Harvey Milk queda claro: no sólo es el retrato de un personaje fundamental en la lucha de los derechos de la población gay, sino el de ésta misma, en sus albores, en el tiempo en que todavía tenían que luchar, o cuando la lucha era realmente a muerte.

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Asistimos a la formación, conocemos a los protagonistas, hasta podría decirse que peleamos con ellos. Y justamente ahí surgen los problemas: la idealización y la manipulación del espectador. Mi nombre es Harvey Milk recuerda a esas películas de semana santa, las menos pomposas, aquéllas donde Jesucristo se pasea dando cátedra y haciendo milagros. Nunca dejan de decirnos lo genial que fue Jesucristo.

El problema no tiene que ver con el personaje real, sino con la mirada del director. Por ejemplo, para seguir hablando de Jesucristo, Mel Gibson vio las cosas diferente: la misma historia de siempre, pero gore. Por más que el propio Van Sant considere a Harvey Milk un héroe, debió hacerlo pisar tierra. Y por más quiera fervientemente convencernos de ello, el lugar no es el cine.

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Porque la única falla de Harvey Milk es dedicarle la vida a su noble misión, y descuidar a los demás. Así perdió a Scott (James Franco). No obstante, Scott comprenderá el valor de su cometido y volverán a ser amigos. No hay mucho más que una historia de amor insignificante que solamente parece haber servido para dar pie al film al inicio. Pues nada más importa, como en esas películas que intentan catequizarte en abril.

Ni siquiera los roles secundarios, que como en el caso de Cleve Jones (Emile Hirsch), van más allá de ser gays buena onda, o como Jack Lira (Diego Luna), que no es sino una mujer floja y neurótica con bigote. O el propio Scott, tan aburrido porque su rol se limita exclusivamente a la cara bonita.

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La ebullición de la época efectivamente se siente, el espectador termina por formar parte del momento, pero más por la precisa inclusión de las imágenes de archivo y por el tándem que marcan con las ficticias, que por los propios personajes, los supuestos protagonistas de aquel momento histórico.

Tal vez Gus Van Sant los ama demasiado, tanto que no puede sino hablar bien de ellos. El cariño por los personajes constituye uno de los rasgos de su cine –My own private Idaho, 1991, ejemplo por antonomasia-, pero parte de ese cariño desembocaba tirándolos al barro, cosa que se extraña en Mi nombre es Harvey Milk.

Por Eugenio Vidal


Cuando hacer una película no es igual a escribir un libro

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Jorge Hernández Aldana – El Búfalo de la Noche (2007)

Búfalo de la noche es el mejor ejemplo de lo que pasa cuando el ego se antepone a la profesión. El resultado pasa necesariamente por la herida narcisista y deja un sinsabor generalizado. Desde que Guillermo Arriaga (el guionista de la trilogía de González Iñàrritu) tomó distancia para demostrar que el éxito de 21 gramos y Amores perros se debía a su talento, la fórmula dejó de funcionar.

Este largometraje, que fue dirigido por Jorge Hernández Aldana pero que fue escrito, producido y adaptado por Arriaga –también escritor– de uno de sus mejores libros, no va más allá de un ensayo de principiante que deja mal parado no sólo al director, que parece haber participado más como un empleado de Arriaga antes que haber hecho suyo el film, sino al dueño de la historia, que no supo –como suele suceder con gran parte de los reconocidos escritores– manejar el lenguaje cinematográfico y adaptar la lentitud del negro sobre blanco al ágil marrón del celuloide.

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La historia, que al parecer es mucho más compleja y redonda en el libro, termina siendo incompleta y confusa en el film, y eso no se debe sólo a la esquizofrenia de uno de los protagonistas, Gregorio (Gabriel González), ni al desequilibrio al que arriba otro de ellos, Manuel (Diego Luna). Se debe más bien a un mal manejo espaciotemporal (cargado de innecesarios flashbacks), lo que cansa (y hasta irrita) mucho antes de que transcurran sus cortos 97 minutos.

Gregorio se suicida y le deja a su amigo Manuel, en una pequeña caja, señas que guardan no sólo secretos del pasado que se relacionan con Tania (Liz Gallardo), la mujer que comparten en algún momento, sino notas y recuerdos que le desencadenan de a pocos un estado esquizoparanoide.

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Pero entrar en el estado mental de un personaje y mostrarlo en pantalla (en imágenes, no en palabras) requiere de mucha sensibilidad, de manejo de lenguaje y de marcación de actores, no basta con mostrar un llanto desesperado o una absurda situación sicótica, como cuando Diego descarga su rabia disparando a los lobos de un zoológico para no lastimar a Tania, escena que en la película carece de todo simbolismo y parece fuera de lugar.

No hay empatía tampoco entre los actores. Los protagonistas de este trío psicótico-amoroso no llegan a cuajar, dejando un perfil individual frío, sin carisma, incluyendo en esto a Diego Luna. Lo peor de esto es que son ellos lo que aparecen en casi toda la película, error que intenta ser matizado con algunas situaciones absurdas que resultan aisladas o nada tienen que ver con la historia. Más fuerte y convincente se mostró la actriz secundaria, Margarita (Irene Azuela), que interpreta a la hermana del suicida Gregorio.

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De nada valieron los excesos de exhibicionismo, tanto de Tania (que se muestra desnuda durante gran parte del filme) como del mismo Diego. La fotografía de Héctor Ortega no está entrenada para transmitir erotismo, lo que resta fuerza a las ya bastante sosas escenas de sexo. En suma hay una falta de cuidado en los detalles que hacen una película. Hay un mal comienzo desde que Guillermo Arriaga trata de imprimir el sello de González Iñàrritu como suyo y desde que confunde la labor de producir y filmar una película –un trabajo eminentemente de equipo– con la de escribir un libro.

No se ve el trabajo de Hernández Aldana en la dirección y tampoco hay un esfuerzo por compatibilizar las interpretaciones. El cuidado en la fotografía es bastante bajo y el ritmo de la película no es el adecuado. Esos errores se corrigen bien con la experiencia (aunque antes sea necesario asumirlos con humildad) o bien dejando que el director dirija y que cada uno haga lo que mejor sabe hacer, empezando por uno mismo. Después de todo, como decía el propio González Iñàrritu “el cine es arte de directores, no de escritores”, y a nuestro amigo Arriaga, quien conoce mucho de literatura, aún le falta mucho por aprender de cine.

Claudia Ugarte