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La caída de un héroe de leyenda

Andrew Dominic – El Asesinato de Jesse James por el Cobarde Robert Ford (The Assassination of Jesse James by the Coward Roberd Ford, 2007)
El nombre del bandolero Jesse James aparece en más de 40 registros en el buscador del IMDB. Se trata quizás de uno de los personajes más transitados por la filmografía de Hollywood. Las razones de esta consideración se remontan a los orígenes mismos del cine. La conquista del Oeste norteamericano, con sus persecuciones, balaceras y duelos al sol, inspiraron a productores y realizadores desde el período mudo.

Las azarosas vidas de Billy The Kid, Buffalo Bill, Dillinger, Wyatt Earp, y de tantos otros outlaws han sido llevadas a la pantalla grande, y sus historias sirvieron para levantar los cimientos y consolidar la leyenda del más americano y cinematográfico de los géneros: el western. A esta tradición pertenece la saga del mítico pistolero Jesse James que ha sido versionada por cineastas tan disímiles como Henry King (Tierra de audaces), Fritz Lang (La venganza de Frank James), Samuel Fuller (Yo maté a Jesse James), Nicholas Ray (La verdadera historia de Jesse James), Philip Kaufman (The Great Northfield Minessota Raid), o Walter Hill (Cabalgata infernal).

En el 2007, el prometedor neozelandés Andrew Dominic acomete con su segundo filme El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, el reto de trasladar una vez más al cine la caída del mítico forajido con una producción ambiciosa (con Ridley Scott y Brad Pitt como productores) y al mismo tiempo atípica en cuanto a su duración (de dos horas y 40 minutos) y  tratamiento cinematográfico con alusiones a Terrence Malick y Alexander Sokurov.

Como si se tratara de un daguerrotipo viviente, o de una  melancólica elegía, un narrador en off nos invita a contemplar los últimos días de la vida de Jesse James, quien pese a emprender con su banda un exitoso asalto a un tren (una de las mejores secuencias de la cinta), percibe que aquello ya no es igual que antes, que el implacable paso del tiempo le pasará factura por sus actos tarde o temprano.

Un Brad Pitt se mete en la piel del antihéroe trazado con rasgos maniaco-depresivos, en complicidad con un director que parece hacerle guiños a su privilegiada posición de icono mediático a punto de ser abaleado por la espalda por el más ferviente de sus seguidores. Robert Ford (Cassey Afleck, en reveladora actuación) es el antagonista de esta historia, un joven que ingresa a la banda con el entusiasmo de un fan que solo quiere acercarse a su ídolo y emularlo.

Se establece así una suerte de paralelo entre ambos personajes, un paralelo tortuoso y sinuoso donde lo importante no será el desenlace (por lo demás prefigurado en el extenso título) sino el recorrido. Por el camino quedarán regados los cuerpos sin vida de los compinches de los que JJ se libra a traición, en tanto que la autoridad le sigue los pasos. Antes de que lo suscribiera Cormac Mc Carthy, aquí ya no hay lugar para los débiles, tampoco para lealtades ni duelos cara a cara. Son tiempos de imperdonables (los de Eastwood), tiempos de desencanto por la caída del ídolo de la infancia, por la inocencia perdida.

Aparte de esta mirada desoladora, la película plantea una relación ambigua entre el asaltante y su futuro asesino, cuyas pulsiones evocan a la de cintas como Pat Garret y Billy The Kid (Sam Peckinpah) o Amadeus (Milos Forman). Dominic trabaja con el personaje de Robert Ford la figura del hombre sin atributos, incapaz de poder imitar al mito, obsesión que le lleva al final a matar a su objeto de veneración poniendo en evidencia su desamparo existencial.

En sus mejores momentos la historia asume la forma de una balada otoñal por los tiempos idos, como aquella que en una escena se le ve cantando a un juglar encarnado por el músico Nick Cave (para más señas compositor del score fílmico y en gran parte responsable del espíritu que destila la cinta); espíritu al que aporta la cámara de Roger Deakins que otorga una fuerte presencia al paisaje, casi al borde del exceso preciosista, privilegiando el ritmo lento y el empleo del formato panorámico para mostrar el paso de las estaciones, la naturaleza y el espacio físico, y que en otras escenas distorsiona con lentes anamórficos como hacía Sokurov en Madre e hijo.

Como si la mirada contemplativa del filme, tan desoladora como hermosa, que anuncia la muerte del pistolero y el fin de una época no fueran suficientes, el director asume un riesgo adicional al añadirle al final una extensa coda donde formula un retrato de los motivos de Robert Ford, con imágenes de una intensidad dramática que dan cuenta de un nuevo acercamiento de la figura del traidor, y que de algún modo nos permiten comprenderlo y compadecernos de él, sin juzgarlo ni condenarlo (de eso ya se encargó la Historia).

Pese a sus falencias, o quizás en virtud a ellas, El asesinato de Jesse James es un filme singular, arriesgado y sensible en su conjunto, un híbrido entre el cine de qualité (que hace gala de su reconstrucción de época y de sus estrellas) y el western crepuscular bajo la mirada de un realizador muy cinéfilo y personal. Algunas revistas como El Amante arguyen que la cinta de Dominic se encuentra muy lejos de rozar siquiera el nivel de los clásicos citados líneas arriba.

Aunque aquella observación no me conste, es raro que provenga de la industria una cinta bastante alejada de los estándares vistos inclusive en producciones recientes ambientadas en el far west. Junto con Petroleo sangriento y Sin lugar para los débiles (también relecturas personales de géneros y tópicos del cine americano), El asesinato de Jesse James se ubica entre lo mejor que ha salido de Hollywood en lo que va de este (todavía) sorprendente 2008.

Rodrigo Portales


Desapareció una noche

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Ben Affleck – Desapareció una Noche (Gone Baby Gone, 2007)

El debut en el largometraje de Ben Affleck tiene lamentablemente la anodina influencia de una cinta tan deleznable como Crash de Paul Haggis, en la manera de descubrir un submundo de perversidades, corrupción y microcomercializadores de drogas en un suburbio urbano a través de la justicia y de «lo que debe ser».

No cabe duda que Crash con un guión donde encontramos diálogos escritos con un ánimo de lo «políticamente correcto» y a su vez «profundos» sirvió de musa para narrar en Desapareció una noche (Gone, baby, gone, 2007) la historia del secuestro de una niña, desde el punto de vista de un detective de apariencia frágil pero apto para la heroicidad. La ópera prima de Affleck pierde en su afán aleccionador, en su moraleja que recomienda un mundo mejor en medio de la podredumbre, pierde en hacer de los malos muy malvados, para así desear como locos un EEUU menos maldito. El filme se desvive en mostrar una dicotomía extrema donde la palabra común es desconfiar de todos, pero a la vez se desluce en su moralina del deber individual frente al hacer social.

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Casey Affleck es Patrick Kenzie, un detective privado que es contratado junto a su socia Angie Gennaro (Michelle Monaghan) para investigar el paradero de una pequeña de cuatro años que vive en su mismo barrio en Boston, desaparecida hace tres días, mientras la policía hace lo suyo. Es en el marco de esta investigación que junto a la pareja conocemos a diversos personajes, que van desde policías retirados, narcotraficantes, sicarios, drogadictos, que suman figuras familiares en la vida de la menor raptada.

Ben Affleck dejó de ser el chico que trabajó en el guión de En busca del destino de Gus van Sant y se volvió un director seguro de lo que quiere mostrar, sí, que maneja bien las tensiones dramáticas y que retrata con una cámara que no teme acercarse a los rostros de los personajes para intimidarlos o cuestionarlos, que escoge los ángulos más violentos desde la perspectiva de su protagonista, pero que pone en sus labios las frases más inútiles, más ornamentadas que haya escuchado en el 2007.

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Desapareció una noche está basada en la novela homónima de Dennis Lehane, el mismo autor de Río Místico, y como ésta tiene como embrollo principal un dilema de carácter moral. Pero la película de Affleck no tiene punto de comparación con la obra de Eastwood (y tampoco aseguro que Affleck haya tenido esta intención) ni por asomo. Si Eastwood se centraba también en la desaparición de una adolescente y de la búsqueda del culpable en un grupo de amigos que tenían como eje de sus vidas a la lealtad, y que eran regidos de manera trágica por una suerte de entidad metafísica; en la cinta de Affleck el dios que maneja los destinos de los personajes se traduce en una oralidad fácil, omnipotente, que todo lo adivina, que todo lo descifra. En Desapareció una noche las claves están en las palabras, en los sentidos que las frases cobran y no en las imágenes. Y esto en realidad no lo vería como un defecto sino fuera por todo el esfuerzo que se nota en hacer de los diálogos el non plus ultra de la verborrea grandilocuente y atosigante, que trata de hacer la paz con todo aquel que los oiga.

Pero Desapareció una noche se deja ver (si bajamos un poco el volumen si es que la volvemos a ver en DVD). No señalo que sea una mala experiencia para Affleck, que ha demostrado que detrás de cámara le puede ir mejor que actuando, sino que es un ejercicio dentro del policial donde al menos se pueden ver actuaciones interesantes. Casey Affleck es un actor que no tiene pierde como un tipo casi debilucho que se enfrenta a mafias poderosas, aunque Ed Harris repite de alguna manera su papel para Una historia de violencia de Cronenberg, quizás una variación.

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No está de más decir, que el final desconsolado y pesimista, donde se pone al espectador entre dos vías (obviamente ya Affleck te ha dicho durante todo el metraje qué cosa tenemos que elegir) es de los más interesante, porque precisamente no hay tantas palabras que decir.

Mónica Delgado