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La elegía fílmica: El Cine de Terrence Mallick

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Con tan solo cuatro largometrajes en su haber, Terrence Malick ha logrado llamar poderosamente la atención de los amantes del Séptimo Arte y se ha convertido en referencia ineludible en la historia del cine norteamericano. Nacido el 30 de noviembre de 1943 en la localidad de Waco, Texas (aunque hay quienes aseguran que nació en Illinois), es poco lo que se conoce de este prestigioso cineasta. Se sabe que tuvo una formación como periodista y que luego fue profesor de filosofía en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, ingresando al ambiente cinematográfico a principios de la década de los setenta como guionista. Sus primeras contribuciones no aparecen en los créditos de los filmes Harry, el sucio (1971) y Drive, he said (1972), ésta última producida y dirigida por Jack Nicholson.

En 1972 participa en la elaboración del guión de Deadhead Miles del realizador Vernon Zimmerman, una comedia sobre las andanzas de un camionero en la carretera que no tuvo buena acogida por ofrecer una línea argumental plana y poco interesante. Luego escribiría para Stuart Rosenberg Pocket Money (1972), otro mediocre filme que deambula entre la comedia y el western moderno.

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En 1973 se inicia en la dirección con Tierra de maldad (Badlands, también conocida como muerte sin perdón), gracias al apoyo del American Film Institute. Un joven Martin Sheen y una casi debutante Sissy Spacek protagonizan esta singular y sofisticada exploración de la naturaleza del bien y del mal. Él es un apuesto hombre que trabaja como recogedor de basura. Ella es una quinceañera llena de fantasías que lo encuentra irresistiblemente parecido a James Dean. El inevitable romance nace y con él llega la tragedia cuando Kit (Sheen) asesina al padre de Holly (Spacek) por oponerse a su relación. Juntos inician entonces una accidentada y sangrienta huida hasta su inevitable captura.

Con un buen trabajo fotográfico y una excelente musicalización, el filme no intenta condenar ni dejar ninguna moraleja. Es más bien el punto de vista de una joven nacida en un mundo que comienza a cuestionar los valores morales tradicionales y el derecho de los padres sobre los hijos (la escena en la que el padre mata al perro de su hija como castigo es realmente ejemplificadora). Kit se convierte en un asesino en serie y Holly en su silenciosa cómplice, pero, aunque sus actos son lógicamente condenables, Malick los sitúa más allá de toda sanción moral.

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Inspirada en la historia real de los crímenes de Charles Starkweather y Caril Ann Fugate, que estremecieron Dakota del Sur en 1958, la película observa los hechos desapasionadamente y se convierte en una sólida y objetiva crónica de acontecimientos estupendamente narrados. Los diálogos son justos y adecuados, aportando su cuota para enriquecer este relato que se apoya tanto en lo visual como en lo sonoro para lograr la efectividad. El balance es perfecto y los elementos se conjugan armoniosamente para construir una unidad fílmica sólida y contundente, donde nada sobra y nada falta. Todo un mérito para la cinematografía moderna.

Luego Malick escribiría – firmando con el seudónimo de David Whitney – junto con Bill Kerby el guión de The Gravy Train (1974), dirigida por Jack Starrett. Se trata de una película con similares dosis de comedia y cine de acción que narra la historia de dos hermanos, quienes van desarrollando un particular gusto por el crimen.

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En 1978 volvería a la dirección con Días de gloria (Days of Heaven). Aunque un poco menos lograda que su predecesora, no deja de ser una hermosa película. El guión de Días de Gloria no está desarrollado con la misma pericia que el de Tierra de maldad, de tal forma que la historia y los personajes pierden peso frente a la exquisita fotografía de Néstor Almendros, la adecuada dirección artística y la envolvente música de Ennio Morricone.

La historia de un triángulo amoroso entre Bill (Richard Gere), Abby (Brooke Adams) y el granjero interpretado por Sam Shepard, es narrada por la hermana menor de Bill, Linda (Linda Manz), volviendo a utilizar el recurso de voz en «off» y la aplicación del punto de vista de una niña que ya  había presentado en Badlands. Mientras que las acciones y sentimientos de los tres protagonistas adultos se nos presentan directamente por lo que vemos en la pantalla, a Linda, personaje singularmente bello, la conocemos más que nada por sus palabras y por su forma de «ver» las cosas.

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Este trágico drama pasional desarrollado en las afueras de Chicago, en los años previos a la Primera Guerra Mundial, se inscribe en un hermoso cuadro que eleva la historia a dimensiones poéticas. Es un filme concebido para impactar los sentidos y los sentimientos, logrando un mejor resultado en lo primero, pero sin desmerecer algunos momentos realmente conmovedores.

Otro de los puntos de encuentro entre los dos primeros filmes de Malick es que ambos cuentan historia de personajes marginales situados en los terrenos salvajes de Norteamérica rural, quienes al final terminan huyendo de la ley. En ambas películas, los protagonistas están sujetos a un destino prácticamente ineludible y sus acciones, aunque incorrectas ética y legalmente, se comprenden y hasta justifican al conocer la esencia humana de cada uno de ellos. Ambos relatos trascienden el drama o el melodrama para acercarse más a la tragedia clásica.

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Después de 20 años alejado del mundo cinematográfico, Terrence Malick volvió a hacer noticia al dirigir La delgada línea roja (The Thin Red Line, 1998), una película sobre la guerra y sus consecuencias en el interior de los hombres basada en la novela de James Jones, autor de «De aquí a la eternidad». Con imágenes de gran poder, este gran realizador plasma un relato reflexivo y filosófico sobre la «guerra interior» que viven los soldados protagonistas de la batalla de Guadalcanal.

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Apoyándose en la voz en «off» y con textos sumamente profundos, se cuestionan temas como el amor, la familia, la obediencia, el honor y el sacrificio. Se trata de una de esas películas que deben disfrutarse sin prisas, con un estado de ánimo predispuesto al análisis y al pensamiento elaborado. No es que se trate de un filme complejo o erudito, sino que su riqueza radica fundamentalmente en su profundidad conceptual y emotiva.

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El año 2005 estrenó El Nuevo Mundo (The New World), película en la cual se presenta la historia de amor entre la princesa india Pocahontas (una joven e interesante Q’orianka Kilcher) y el capitán John Smith (correcto Colin Farrell), como hilo conductor para mostrar hermosas estampas que ilustran el traumático encuentro de dos civilizaciones con la llegada de colonos ingleses a las costas de Norteamérica en 1607. La fotografía de Emmanuel Lubezki y la partitura de James Horner son parte importante de los elementos que combina el director para transmitir una experiencia profundamente sensorial, otorgando muchas veces el protagonismo a la relación del hombre con la naturaleza.

Con muchas licencias históricas, una estructura dispareja, cambios constantes de ritmo y una evidente escases de diálogos, no se puede negar que el film posee una capacidad de seducción potenciada por la mirada poética de Malick, que prioriza la sensación por sobre la narración.

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Pese a que algunos opinan que, por su reducida y distanciada filmografía, no se debería ingresar aún a Terrence Malick a la lista de los grandes realizadores cinematográficos, tampoco se puede negar que se trata de un cineasta atípico, cuya propuesta estética no es para todos los gustos, pero sí se constituye en un remanso para los que aman el cine alejado de los estándares del mainstream hollywoodense. Esperamos ansiosos el estreno de The Tree Of Life un drama fantástico sobre un viaje a los orígenes de la humanidad, protagonizado por Brad Pitt y Sean Pean, cuyo estreno está previsto para este año.

Por Miguel Mejía Salas


la justicia esencial de malick

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Terrence Malick – La Delgada Línea Roja (The Thin Red Line, 1998)

Para comprender mejor la complejidad de La delgada línea roja es necesario hablar de Badlands y de Días de gloria, los dos filmes que Malick había realizado hasta el momento. Ambos se centraban en una pareja joven que, para lograr la libertad -ya sea con respecto a la naturaleza esclavizante del trabajo o a la imposibilidad de su relación por la diferencia de clase- pasa por encima de las barreras morales. Por eso mismo, se trataba de parejas condenadas a la fatalidad, a una fuga por la sobrevivencia. Sin embargo, lo que más sorprendía era la naturalidad, casi casualidad con la que aparecía el «pecado», la casi total ausencia de culpa, el fuerte protagonismo de los escenarios naturales y rurales, o lo imprevisible de los acontecimientos y comportamientos. Todo esto modulaba un relato que entraba y salía de su curso en consonancia con la errancia de los personajes. Pero, quizá, lo más revelador eran las reflexiones de voces en off de los protagonistas, voces que expresaban los pensamientos más íntimos en torno a los hechos. Se trataba de un discurso interior, uno que, a la luz de La delgada línea roja, también se podría llamar «Espíritu».

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¿Acaso Malick persigue una omnipresencia del Espíritu en sus películas?. Podría decirse que La delgada línea roja lleva al máximo esta necesidad. En la batalla de Guadalcanal, una de las más sangrientas de la Segunda Guerra Mundial, la muerte, el crimen y el horror son el fin, el objetivo buscado como condición de sobrevivencia. Ya no hay moral que transgredir, ni pecado que cometer. Por primera vez, el tema de Malick es el horror, y lo hace aparecer con toda su crueldad, con toda la naturalidad a la que nos ha acostumbrado su cine. Y pareciera que el director de Badlands hubiera puesto entre paréntesis a la perspectiva cristiana para ver el mundo de una manera más inocente, para hacer preguntas más inocentes, como las que se hacían los filósofos antiguos: «¿Por qué la naturaleza lucha contra sí misma?» se cuestiona uno de los soldados al empezar la película. Se trata de la presentación de la guerra como una forma de la lucha esencial, como una condición primigenia y originaria del hombre y del universo.

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Esto se remarca con el permanente protagonismo de la Naturaleza, ese espacio originario que obsesiona a Mallick en todas sus películas. Y en ésta, las tomas de su magnificencia y belleza (que debemos a la fotografía de John Toll) como de sus detalles y formas de vida más germinales, pequeñas o extrañas, se intercalan con imágenes de su destrucción: la Naturaleza como realidad originaria, en sus dimensiones contrapuestas. Una presentación que quedaría incompleta si no incluyera también al Espíritu. Al horror sólo se le puede mostrar, y sólo se le puede responder, con una presentación intensificada del Espíritu: ya no es una o dos, sino ocho voces en off permutándose continuamente y sin un orden aparente, hasta confundirse en una sola voz, en un solo Espíritu. Pero no son sólo los pensamientos, también los rostros. Los protagonistas son todos y ninguno, es más bien el fluir del uno al otro (Jim Caviezel, Ben Chaplin, Elías Koteas, Sean Penn y Nick Nolte). La delgada línea roja parece sugerir que todos los hombres comparten un mismo Espíritu (hombres preguntándose, sintiendo, recordando), y que por eso, en el fondo, somos el mismo hombre, como efectivamente piensa uno de los soldados.

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El director de Badlands se ha planteado su mayor reto: mostrar la «doble» naturaleza de lo humano -espiritualidad y brutalidad- en su momento más crítico, cuando el hombre lucha contra el hombre. Lo que como hemos visto también puede leerse como la lucha del Cosmos, inherente a la misma Naturaleza. La belleza se conjuga, conmovedoramente, con el horror. Es la grandeza y la miseria humanas… un drama que se logra con una conjunción o transacción entre lo esencial.

Para lograr esto Malick no sólo ha obviado los manuales que exigen una línea dramática encarnada en un protagonista, también ha desestimado las estructuras clásicas -introducción, conflicto y desenlace- de esa misma línea. Y lo ha hecho porque, como diría Susan Sontag, su punto de partida no es analítico y psicológico, sino más bien expositivo y antipsicológico, ese que «opera con la transacción entre los sentimientos y las cosas; las personas son opacas, están ‘en situación'» (1).

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Los personajes de La delgada línea roja están, efectivamente, «en situación». Pero no podemos explicar esto diciendo que se trata de una serie de «episodios» como ha dicho algún crítico «analítico», esos que no nos llevan a nada. No, más bien se trata de reivindicar el fluir de la vida, ese que no tiene ni comienzo ni fin. En sus películas, Malick procura un efecto o sensación de espontaneidad para pasar de un momento a otro. Una espontaneidad que se hace presente en la forma de montar atenta al más mínimo detalle del ambiente, sea un insecto, una flor, o un cielo crepuscular. Lejos de imponer una continuidad rígida y pesada, el montaje logra un efecto de imprevisibilidad en lo que vemos, un recorrido por las marcas o los latidos más ínfimos del momento (que puede ser la huella del viento sobre un lago, o el breve levantamiento de una cortina por la brisa); lo que tiene que ver más con la revelación de una vida secreta que pasa entre las cosas y los seres que con la narración de una historia compuesta por formas y psicologías.

Podría decirse que es este fluir, esta precariedad de lo que pasa, lo que define la sensación, el estilo de Malick. Una alternancia de la presentación del momento o situación -las espectaculares secuencias bélicas-; del registro fresco y frugal -jamás tendremos de él un plano rígido- de los acontecimientos más inadvertidos, más pequeños; y la contemplación que envuelve en ensueños lo que vemos – a lo que contribuye el encadenamiento de las voces en off, quizá las más importantes «actuaciones» del filme.

Sebastián Pimentel

Nota:

(1) Sontag, Susan. Contra la interpretación. Madrid: Santillana, 1996, p. 318 – 319. En su ensayo Una nota sobre novelas y películas Sontag hace esta distinción entre dos grandes tipos de filmes: «Una distinción… útil es la distinción entre películas «analíticas» y películas «descriptivas» y «expositivas». Ejemplos de las primeras serían las películas de Carné, Bergman (especialmente Como en un espejo, Los comulgantes y El silencio), Fellini y Visconti; ejemplos de las segundas serían las películas de Antonioni, Godard y Bresson. Las primeras podrían describirse como películas psicológicas… «